Parecía una pesadilla. Ojalá lo hubiera sido. —¿Ahora sí está temblando?— dijo una voz que a la fecha no tiene dueño; teníamos apenas dos horas con 13 minutos de haber practicado un simulacro. De pronto fue como si un gigante se pusiera de pie, fúrico e implacable, que en un arrebato de ira golpeó una mesa e hizo vibrar todo alrededor, a todos nosotros, todo el octavo piso, todo el edificio, toda la ciudad, la mitad de México.
Los monitores, las sillas, y un cubo de metro y medio que cuelga del techo, comenzó a moverse como si fuera una piñata amarrada a un lazo. Los gritos de pánico empezaron a cimbrarnos tanto como el temblor mismo que no dejaba de sacudir las paredes, varias de ellas hechas de vidrio. Algunas partes del piso y barandales sucumbieron ante el terremoto.
Los rostros en la calle mostraban preocupación, histeria, confusión. Lagrimas y expresiones de asombro empezaban a verse y escucharse con más fuerza a medida que veíamos videos sobre cómo algunos edificios caían tan frágiles como casas de cartas. Seguíamos sin entender lo que había pasado. Tratamos de informar con la calma que brinda la escritura. Un par de equipos salieron a reportear el desastre que a un mes todavía no se alcanza a cuantificar, ni económica ni moralmente. Quise ir con ellos pero tenía que estar de apoyo en la redacción pues casi todos los empleados se fueron a sus casas.
Pasaron muchos minutos para que pudiéramos subir a nuestros lugares y seguir informando sobre lo ocurrido. En televisión y por transmisiones de nuestro equipo, supimos de la solidaridad de la gente. Estaba impaciente por conocer el destino de los míos. Preocupado, redacté notas tan rápido como daban mis dedos y permitía mi mente, en ese momento volcada hacia las principales zonas de desastre, una de ellas donde vivo desde hace casi tres décadas.
Las horas se escurrieron y por fin salí de mi trabajo, ansioso por llegar a casa aunque imposibilitado por el colapso del transporte. La solidaridad de la gente la sentí en carne propia cuando una camioneta nos llevó a mí y a un grupo de gente hasta la estación ‘La bombilla’. Su trayecto fue sobre Insurgentes sur que lucía abandonada, impensable para una vía de tal importancia. Desde ese momento comprendí la magnitud del suceso ante el panorama desolador que reflejaba la avenida. Pocas personas se veían en las banquetas, en las calles. La conmoción era evidente.
Tomé una bicicleta a la altura de Churubusco y pasé por algunas de las zonas derruidas por el sismo, pero como había observado, todo estaba solo, apocalíptico.
Las primeras señalas de movimiento las noté cuando llegué a Obrero Mundial. La gente era una sola: mujeres, jóvenes, adultos, millares, topos, rescatistas, paramédicos, por un momento olvidaron todo para manifestar la nacionalidad de su acta de nacimiento y ayudar al que estaba atrapado bajo los escombros de edificios que alguna vez vi, e incluso, entré.
La desarticulación, provocada por la ausencia de entrenamiento, se armonizaba con un solo movimiento, un brazo extendido con el puño cerrado que se volvió el estandarte de nuestra fuerza.
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Seguí mi curso, pues aunque para entonces ya tenía conocimiento de que mis seres queridos se encontraban a salvo, necesitaba palparlo por mí mismo. En mi trayecto me encontré con decenas de calles cerradas, una de ellas fue Morelia esquina con Tabasco, zona donde transito diario para pasear con mi perro.
Mi corazón se aceleró de tal manera que estuve a segundos de llorar. No podía creer que un edificio en el que soñaba vivir estuviera inclinado, con las puertas dobladas y su pared fuera parte de la acera. Sus inquilinos y dueños sólo lo veían como quien observa a un ser querido en su lecho de muerte, un pequeño coloso cuyos huesos de fierro estaban rotos y su piel de cemento ahora se encontraba descarnada.
Eran las 10:35 cuando llegué a casa. Abracé a mi familia como pocas veces lo hago y me percaté al fin de lo afortunado que era, por fin estaba seguro de que habíamos resistido el 19 de septiembre más largo del que tengo memoria; deseaba que llegara el mañana para ser parte de aquellos que se levantarían de cara al futuro, tal vez más claro que nunca para aquellos que que dudábamos tenerlo.