Me pregunto: ¿cuál era la intención de Wes Anderson en su décimo filme La isla de los perros (2018)? ¿Hacer una crítica social en pleno año 2018 o sólo contar una historia?
El director tejano es desde hace una década uno de los máximos pesos pesados del cine de autor en Estados Unidos, y cada película suya, recién salida del horno, es un acontecimiento que todos los cinéfilos esperan con ansias.
Y si bien sus dos últimas producciones – Moonrise Kingdom (2012) y The Grand Budapest Hotel (2014)- tuvieron muchos de los elementos clásicos de sus filmes, con un excelente trabajo en fotografía y elenco, las dos cintas se mostraron como refritos de los elementos típicos que han hecho a Anderson un visitante permanente de los festivales y muestras internacionales de cine, sin aportar ninguna novedad.
La isla de perros tuvo que esperar cuatro años para ver la luz desde la última película de Anderson y fue filmada con una técnica similar de stop-motion a la realizada en Fantastic Mr. Fox (2009).
Respecto a la utilización de animación stop-motion, y a casi diez años de su última película animada, podemos decir que Anderson se ha transformado en un maestro del género. Su utilización del esta técnica es dinámico y soberbio, muy parecido a las animaciones ganadoras del Óscar de Aardman Studios, y famosos por los personajes de Wallace y Gromit, pero con su sello personal y distintivo, con un perfecto balance, sin caer nunca en el reciclaje y auto plagio, con el que se ha saboteado en los últimos años otro amante de este tipo de animación: Tim Burton.
El eje argumental de inicio de la cinta se centra en un futuro distópico, en el que una gripe afecta a los perros residentes de la ciudad de Megasaki, Japón.
En atención a los riesgos sanitarios, el alcalde de la ciudad (Mr. Kobayashi), decide desterrar a todos los canes de la ciudad a la Isla de la Basura, lugar en el que se quedarán hasta que se encuentre una cura a la pandemia. Para mostrar su determinación en sus acciones, el primer perro en ser desterrado es Chief, la mascota del sobrino de Kobayashi, Atari. Un año después el niño emprenderá una fuga a la isla para salvar a su amigo.
La película está impresa de los elementos clásicos del cine de Anderson: tomas abiertas y espectaculares, múltiples colores que hacen la fotografía grandiosa, largos diálogos entre los personajes con carácter sofisticado e imposibles en una conversación de la vida diaria, además de un excelente diseño de marionetas que representan a cada uno de los protagonistas.
Sin embargo, en La isla de los perros, Anderson parece ir más allá. Sin ser depresivo o tendencioso, nos habla de lo cruento y poco optimista que será el futuro; del eterno retorno de la historia; del fascismo, que se asemeja a un boomerang y amenaza con volver siempre en el mundo contemporáneo; de la necesidad de cuestionar a la autoridad, porque pueda que estén bajo el control de seres despreciables. Del genocidio como opción política. Y por último, de la importancia de la valentía y la amistad ante las divisiones que nos imponen.
En pocas palabras, un verdadero deleite que se debe ver en las salas de cine.