Como bobina de auto

Por: Ilse Becerril Bobadilla

Recuerdo el primer coche importante en mi vida: un Renault 18, verde con blanco. En él viajamos diez horas a Acapulco. Apenas dejamos atrás la carretera del sol cuando hicimos la primera parada porque el motor se había calentado. Teníamos que acarrear agua para que se enfriara. En los paseos llevábamos a una de mis primas, a quien apodaban “La Negra”. Ella era mayor que yo. De camino, “La Negra” aprovechaba cada parada para hacer lo que tenía que hacer.

De ahí viene a mi cabeza la primera vez que la vi. En mi mente solía decirle güerita color llanta, pues ya se imaginarán el color que se cargaba. Nació en Veracruz. En la escuela solían molestarla porque siempre apestaba a marisco mezclado con lo que yo mismo he dado el nombre de pasoco: patas, sobaco, cola. Ese olor un poco extravagante provenía de la semana y media que llevaba sin bañarse, pues mi tío se lo prohibía. Más flaca que un palillo, dientes chuecos y risa de hiena. Así era “La Negra”

No tenía ni catorce años, pero cómo le gustaba cotorrear. Me acuerdo que parecía un carro de juguete, con sólo apachurrar un botón se accionaba. El Renault era flamante y lento, “La Negra” rápida y fogosa. No, en ese tiempo no pensaba ni en la defensa ni en la cajuela de una mujer, tal vez debió ser porque aún no sabía cómo se usaba la palanca de velocidades. Sin embargo, en mi vida adulta he aprendido bien cómo se calienta el motor. Lo cierto es que a mis diez años no podía decir qué tan bien formada estaba “La Negra”.

Me acuerdo que una mañana me obligaron a acompañarla a hacer el mandado. Necesitaba unos panes, papas, leche, jamón y frutas. Y yo, como todo buen hombre, no le ayudé a cargar absolutamente nada, con el pretexto de ir cuidando que nadie le quitara las bolsas.

Me imagino que sintió un gran placer cuando nos detuvimos en una esquina para que descasara los brazos. Mi mamá sabía bien que la negra estaba ganosa, pues un día la cachó dándose un poco de amor con un objeto grotesco y negro que hasta ahora sé que se llama vibrador. Sí, lo escucharon bien, tienen derecho a dudar si es el caso, pero a sus escasos doce años la negra ya pensaba en aquello. Fue hasta tiempo después que la diagnosticaron como una persona sexópata, yo la llamo cochina. Después de lo que me hizo, me darán la razón.

Como ya había mencionado, yo tenía diez años y por lo tanto ningún encuentro cercano con lo que era una erección. Sólo recuerdo que una vez, a los siete, amanecí con la pistola bien parada y sentía rico poniéndome boca abajo y rozando mis partes íntimas con la cama y las sábanas.

El día del mandado, mientras “la negra” estiraba los brazos que parecían chorizos por las marcas de las bolsas, me miró como si pudiera ver los calzoncitos de Tarzán que me hacía usar mi madre a la fuerza. Supe de inmediato que eso estaba mal, porque si aquí en la Ciudad de México está mal visto, imagínense en Aguascalientes.

La cosa es que lo que dijo lo hizo en sus cinco sentidos. Te voy a estimular un poco para que aprendas hacer valer tu lugar como hombre –mencionó “La Negra”- En un santiamén se subió la falda y se bajó los calzones, al ratito noté cómo me empezó a tallar con una fuerza que solo creí posible en Dragon Ball Z. Qué carajos se iba a acordar “La Negra” de mi inocencia.

Se quedó callada unos segundos. Supe, en ese momento que ya estaba del otro lado de la línea, esa que nos divide entre ser niños y ser hombres, entre jugar a la pelota y jugar en pelotas, entre empujar un carro manualmente y usar la palanca de velocidades manualmente.

Realmente he perdido la cuenta del número de veces que lo hicimos, pero quiero decir que desde ese día, acompaño al mercado a “La Negra” todos los sábados a las nueve de la mañana.

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