En 2011 me aceptaron en la maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato. Ese año se ve ya muy lejano, y sin embargo puedo recordar nítidamente muchísimas cosas que sucedieron, pues la decisión de agarrar mis cosas e irme a la maestría fue un parteaguas en mi vida tanto personal como profesional.
Yo no sabía muy bien a qué me enfrentaría; sentía que era buena alumna, estudiosa, responsable, no tenía miedo de no sacar bien la maestría, ni siquiera se me ocurrió que pudiera sufrirla; ¿por qué habría de sentir algo semejante si toda mi vida había sido una alumna ejemplar que sacaba buenas calificaciones y a la que los maestros felicitaban? Así era yo, incluso en la licenciatura, incluso en la especialización. Pero llegué a la maestría y todo lo que tenía como cierto se derrumbó. Comencé a topar con pared, mis maestros en lo general no me consideraban brillante, y mi asesora de tesis, en lo particular, me hizo ver que lo que yo pensara, lo que yo escribiera, lo que yo intentara acaso articular como argumento, no era suficiente para las exigencias de la academia. Si tenía razón o no ya da lo mismo. Gracias a ella no perseguí el doctorado y la aspiración que alguna vez consideré de ser una gran académica consagrada en una universidad, se esfumó por completo.
Traigo esto a cuento no para quejarme ni para hacer un recuento de los malentendidos o las maneras en que sufrí o lloré por semanas. De hecho, quiero hacer justo lo contrario. Quiero decir que hay temas que es mejor cerrarlos.
Mi asesora Asunción Rangel falleció el año pasado. Según me dicen fue atropellada con su bicicleta por un camión en alguna de las carreteras cercanas a Guanajuato. Me dicen que el daño fue muy grave y que desde que llegó al hospital no se tenía mucha esperanza de que sobreviviera. Murió horas después de ser ingresada.
Un par de compañeros me avisaron, ambos sabían que yo ya no tenía ningún contacto con ella, incluso sabían que nuestra escasa relación había sido mala, que yo no tenía comunicación alguna y que no me interesaba siquiera. De cualquier modo, me avisaron. Consideré el gesto amable y lo agradecí; después guardé silencio. Es decir, guardé silencio cuando comencé a ver en redes sociales la ola de afecto que desató su muerte, gente de muchas universidades con mensajes hermosos hacia ella, auténticas muestras de amor, de cariño, gente consternada por su muerte y asegurando haber perdido a una persona invaluable. Yo guardé silencio porque, a pesar de que yo sentía que esa persona de la que hablaban era para mí una desconocida, sentí que no venía al caso alzar la voz y hacer un recuento de lo que para mí había sido ella, en pocas palabras todo lo contrario a lo que en redes estuve leyendo por días. Es otra persona, me dije, y ya, que ahí se quede la cosa.
Y seguí en el silencio sin ganas de, cuando alguien afirmaba que era una gran persona, salir triunfante diciendo no, no es cierto. Creo que lo que haya pasado ya quedó sepultado y le debemos un poco de respeto a los muertos, al menos por el hecho de que lo que se diga de ellos ya queda sin oportunidad de réplica y, además, ¿quién va a querer sacar a flote públicamente los defectos y errores de alguien que ya ni siquiera está en esta tierra?
Pero hace algunos días alguien en redes sociales lo hizo. ¿De verdad era necesario hacerlo? ¿De verdad era necesario decir que era autoritaria, cruel, de actitud inabordable y déspota, decir que era una persona poco preparada académicamente, pero presumida, una persona frustrada, pero con delirios de grandeza, una persona que usaba su poder para ponerse encima de los otros y hacerles la vida difícil? Pues alguien que ni siquiera conozco, lo hizo. Me pregunto si era importante decirlo y en ese caso ¿por qué en este momento?
Yo preferí hacerme a un lado y dejar al margen mis opiniones, desde antes de que muriera y después lo mismo. Pero al leer esa entrada no pude dejar de pensar, por escasos segundos: “Ah, mira, alguien más conoció a la persona que yo conocí”. No sé si era importante decirlo. Siento que no, incluso creo que, dado que ya se murió, fue una acción sin tacto, algo que no venía al caso; y sin embargo me generó una vergonzosa paz interior, me dio un consuelo que no había sentido en años al respecto de ella, terminé pensando: “Vaya, yo no estaba loca ni era una mediocre que no sabía leer, no terminé con depresión y tomando sertralina por invenciones y debilidades mías”.
Así las cosas. Pensarlo es menos que decirlo, supongo. Igual pido perdón por, aunque sea mentalmente, en privado, en silencio, contribuir un poco a ese no dejar descansar a los muertos.