Siempre he creído en el diario como género narrativo. Esta conclusión llegó a mí por los hechos y más tarde por la lectura. A los diecisiete años, después de varias lecturas de Hesse, Bécquer y Bukowski, había nacido en mí el germen de la escritura. De un día para otro, uno de mis grandes sueños se materializó: convertirme en un contador de historias, de relatos, reales o de ficción, todo como efecto de una sobredosis de literatura que invadió mi sangre y que sigue vigente hasta estos días.
Mi primera pregunta fue: ¿cómo empiezo a contar una historia? ¿Cuál es el método más preciso? ¿Qué debo contar? O más bien, ¿qué es valioso de contar? No tenía la más mínima idea de cómo escribir, y nos vislumbraba la mejor vía para iniciar el proceso. En mis inicios intenté escribir relatos, pero todos salían de forma desorganizada y ambigua, al final terminaba odiándolos.
Después, cimenté la idea de escribir una novela, pero…, esa tarea se me mostró tan titánica que al poco tiempo la abandoné. Lo único que tomaba un poco de cohesión en mis letras era la poesía; entonces, me consideraba todo un Virgilio o Dante cuando escribía mis poemas, para luego sentir una inmensa pena y vergüenza por mí mismo al momento de revisarlos, entendía lo malos que eran.
En ese punto me di cuenta que era bastante malo a la hora de escribir y esa situación sólo sería superaba al realizar una y otra vez ese acto. Tenía que escribir de forma constante, lo que fuera, todos los días si era preciso, para mejorar poco a poco mi estilo. En ese punto la idea llegó. Un diario. Una forma de escritura que relata los pormenores de mi vida diaria, como los hechos que en ella acontecen, pensamientos que llegan a mi mente, emociones, lugares que dejan una huella en mí. Un día salí la calle y compré el primer cuaderno que se cruzó en mí para iniciar el ejercicio.
Tarde aproximadamente tres años en llenar esa primera libreta. Y en ese tiempo, me acerqué a la literatura de los diarios. Mis primeras experiencias fueron con los textos de Franz Kafka, de Cesare Pavese, nombrados “el Oficio de Vivir”, y la simulación del diario ficticio de Fernando Pessoa de su heterónimo Bernardo Soares, publicados bajo el nombre de “El libro de Desasosiego”.
La lectura de aquellos libros y mi escritura paralela me hicieron descubrir una magia que no conocía. La magia de saber que día a día, los hechos que circulan ante nuestros ojos y de los que somos testigos, las emociones que nacen de nuestro corazón, los lugares que vemos, la comida que probamos, los momentos que compartimos con nuestros seres queridos, son valiosos por una simple razón, porque nos pasan a nosotros, y el hecho de que no tengamos otra vida, y de reconocer que cada día que nos acontece es único e irrepetible, a veces escapa de nuestra cotidianidad. Y la mayor de las veces, de forma díscola, terminamos por caer en ese juego.
Entonces, terminamos por olvidar momentos que nos hicieron felices, gente que pasó por nuestras vidas, y que quizá fue tan fugaz, que pocas reminiscencias de ellos quedan en nuestra memoria. Sin embargo, su pasó por nosotros dejó una huella palpable que aún existe. A veces, también se pierde las personas que fuimos, la forma en que pensábamos, las cosas que nos gustaban, y hoy somos tan diferentes que al leer nuestros diarios pensamos en cuanto hemos cambiado, crecido, y ¿por qué no?, involucionado en algún aspecto.
Para mí, los diarios son testimonios de mi vida, solo tengo una, y sobre ella he vivido, y, posteriormente, contado miles de historias que son valiosas por un simple hecho, me pasaron a mí, yo soy su protagonista, de ahí la grandeza de ese género literario que nunca me cansó practicar y recomendar a mis amigos, alumnos y gente cercana.