Doña Evita

-Ella así lo quería -soltó mamá, mientras veíamos cómo el patio de la casa de doña Evita se llenaba de gente que le venía a rezar el rosario.

El reloj marca las 6:50 y las sillas ya no alcanzan.

En el lugar se dan cita sus amigas del grupo de la tercera edad, con las que hacía ejercicios y se fue de visita a Mazatlán y Veracruz, cuando las fuerzas aún no la abandonaban.

-Siempre la veíamos de aquí para ella, muy contenta -comenta una señora que se acompaña de un bastón y que lleva cubierta la cabeza para combatir el extraño frío de una tarde de abril.

En el rosario de la abuelita, también están sus vecinos, esos que cada domingo, a las 8 de la mañana, la veían salir con su carrito para vender los tamales que ella misma hacía.

-Casi no dormía-, recuerda mamá al empezar a rememorar la rutina que doña Evita hacia todas las semanas.

Un día antes, iba a la Central de Abastos de Ecatepec a comprar la carne de puerco y las hojas de plátano para sus tamales.

Al regresar a casa, comenzaba a preparar el chile, hervir la carne y dejar todo listo para el siguiente día, porque en las primeras horas de la madrugada debía pararse, empezar a preparar y repartir.

A las ocho de la mañana, agarraba su carrito y metía los más de 100 tamales que ya tenía listos.

Dos horas después regresaba a casa, con el carrito vacío. Se tomaba su café y luego se ponía a descansar un poquito porque ella, por nada del mundo, no paraba. Era como una pirinola, siempre girando, de aquí para allá.

A los rezos también se dan cita su hermana; sus hijas e hijo; las nietas y nietos; comadres, compadres, y todas aquellas personas con las que compartió un momento de felicidad, de tristeza, de vida.

Los rosarios están por terminar. La noche del sábado levantarán la cruz y todo lo que le ha acompañado esta semana, en la que fue su casa, ahora lo hará donde ya descansa.

Casi nueve días después, la tristeza, el dolor y el color negro se han cambiado por un altar de papel picado rosa, manteles blancos, flores rojas y amarillas en forma de rosario y unas velas que no han dejado de alumbrar en su camino.

-Está contenta -repite mamá, quien recuerda que Eva quería que la despidieran como en Maravillas, el rancho en el que vivió muchos años, allá en Veracruz.

Y mientras el tiempo avanza, la tristeza se convierte en recuerdos floreciendo y el reloj se acerca a la hora del rito final, miramos su foto -la última que le tomaron antes de irse al hospital – y sentimos que doña Evita sonríe.

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