El bastón

El bastón
Techachalco, Puebla. Foto: Juan Pedro Salazar.

Lo decía muy contento: el bastón me lo regaló mi nieto.

¿Cuál nieto? -preguntaban para hacerlo hablar y que su mente se distrajera de los recuerdos que le dolían.

Juan -aseguraba, ufano.

Luego, me volteaba a ver y me daba las gracias, mientras sus ojos negros se le iluminaban, como si fueran canicas recién compradas.

Antes de decir “de nada”, por mi mente pasaba la verdad: yo no le di el bastón a mi abuelo.

En realidad, nunca supimos por qué creyó eso. Pero la vez que intenté decirle que no se lo había dado, mis papás me detuvieron.

Me explicaron que ellos ya se lo habían dicho, pero que mi abuelo lo había olvidado. Así que optaron por confirmar lo que él pensaba -que yo le había dado el bastón-, pues solo así se decidió a usarlo.

Para ese tiempo, Pedro ya caminaba con la calma como su acompañante y con el miedo de caerse en cualquier momento; sin embargo, se negaba a usar un apoyo para andar, pues, ¿cómo la Sombra iba a usar bastón?

Así que cuando lo vio, se negó a usarlo. Agradeció el gesto de mis papás, pero lo dejó a un lado de su cama, esperando no emplearlo en mucho tiempo.

Sin embargo, el tiempo avanza con más prisa de la que uno desea y termina por acercarnos a aquello que nos habíamos negado. “Nunca digas no”, diría mi mamá, con esa sabiduría que le dio criar a tres hijos, desde los 18 años.

Así que a mi abuelo no le quedó de otra que usar el bastón. Le puso una cinta roja para adornarlo, pues era un color que usaba en algunos de sus collares o en pulseras en sus manos; la verdad es que ese color le quitaba la carga de severidad a ese objeto de color gris y mango negro.

La verdad es que el bastón era de mi abuelita materna. Eva se negaba a usarlo. Al saber que una vez mi abuelo paterno se había caído, se lo dio a mi mamá para que se lo llevará a “Don Pedro” y que él lo usara.

Mi mamá a cumplió con la misión. A la Sombra le dijo que se lo enviaba mi abue, pero a Pedro se le olvidó o quizá escuchó mal y pensó que era un regalo mío.

El bastón lo acompañó en sus últimos años de vida. Se convirtió en su apoyo cuando, por ejemplo, fue a visitar Tecachachalco, la tierra donde ya descansa. Aún recuerdo cómo caminaba muy emocionado por el lugar, como si a cada paso tuviera en la mente las épocas en las que se le iba el día en a raspar el maguey con su suegro, tomar pulque y caminar por largas horas mirando las estrellas.

También, lo recuerdo presumiéndonos que ya se sentía mejor, después de tener una recaída de salud. Mira, hijo, ya puedo caminar más, decía, antes de pedirnos que lo acompañáranos a dar una vuelta por el patio.

Y ahí iba, paso a pasito, con la calma que dan los años ya vividos, la certeza de que el tiempo se agota y que había que dejarles buenos recuerdos a sus hijos y nietos.

En los últimos días de Pedro, el bastón se quedó junto a su cama, como mudo testigo del final que ya se anticipaba. Cuando cerró, un martes 14 de abril a las 22:45 horas, me quedé mirando el bastón y recordé que, meses antes, se había apoyado en él para levantarse y regalarme el abrazo de cumpleaños más cálido que he recibido en mi vida. Quizá, por eso, recordé que había que guardarlo para llevarlo al siguiente día y dejárselo donde iba a descansar.

Horas después, en el entierro, en medio del corazón roto, el hueco en el pecho y las lágrimas que ahogaban los ojos, entregamos el bastón para que lo pusieran ahí, junta a su caja, por si uno de estos días mi abuelo lo necesita para andar por los cielos de Techachalco, del mar de Veracruz o de Acapulco, de Puebla, de Ixtapaluca o Chalco, de Tlapacoya, y que presuma que se lo dio su nieto.

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