No quería el jardín para vivir
sino para contemplar la belleza de sus seres.
Quería la sombra de sus árboles y la calma de yacer sin pensar.
Quedarme quieta como esos frutos listos para devorarse,
esperar como aquellos
rebosantes de vida sin vivirse,
descansar en aguardo del destino,
de una mano que los tome,
una vida que los necesite.
Porque también soy un fruto maduro
que la tierra expulsa y debe cumplir su función:
esperar
nutrir
servir.
Pero no todos los frutos sirven.
El jardín escondía retazos oscuros: frutos secos.
El jardín que yo buscaba no era el de la luz y el color
sino el de la putrefacción.
Supe entonces que mi existir entre la espera
formaba parte de otro destino.
Yo no estaba hecha para saciar;
mi ser era como el de aquellos de olor rancio y piel seca
yo debía yacer inerte hasta la pudrición.
Entonces corrijo:
Sí quería el jardín para vivir.
Yo era parte de esa especie en abandono hecha menos.
Porque vivir es también esperar y no lograr
esperar y no servir,
esperar y marchitarse.
Vivir también es esto: pudrirse.