Lo sencillo suele ser extraordinario. Y ese manjar era el ejemplo perfecto. Abuelita Melda pone a asar unos jitomates y unos chiles chipotles. Cuando están listos, los pasa por el molcajete o por la licuadora. En la estufa pone a calentar aceite y cuando ya está listo, vierte un poco sobre un sartén, coloca una tortilla para que se caliente un poco y una vez que se doró, la saca.
Cuando junta las suficientes, llega la hora de comer. En la mesa hay cuatro platos, incluído el del invitado inesperado.
“Come hijo”, me dice con esa voz que al paso de los años comienza a volverse un suspiro.
Tomo la tortilla. Le pongo un poco de salsa encima y queso canasto en pedacitos. Una mordida al manjar y los recuerdos llegan…
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Tenía ocho años. Había llegado de la escuela junto con mi hermano y no recordaba que mi mamá no estaba, tenía cita en el seguro y había salido desde temprana hora.
Dejamos la mochila en el cuarto chiquito que por 15 años fue nuestro hogar. Melda nos habló para ir a comer. Entramos a su casa y nos recibió con unas tortillas fritas, una salsa y queso sobre la mesa.
Nos hizo un taco a cada uno y empezamos a comer. Mamá no estaba pero mi abuelita hacía que su ausencia no doliera.
Años después, un domingo, fuimos a desayunar con los abuelos. Las tortillas ya nos esperaban en la mesa, aquella vez desayuné de rápido, tenía prisa por salir e ir a ver a quien por entonces hacia de mis tardes un algodón de azúcar.
Pero ese momento, comiendo, me hizo sentir como ese niño que era cuidado por mi abuelita.
“Come hijo”, repitió Melda a la par que le hacía otra tortilla a mi abuelo.
Una, dos, tres, cuatro, cinco tortillas pasaron por mis manos y mi feliz paladar.
“¿Te hago otra?”, preguntó, recordando que de niño comía un buen y era “de tanque grande”.
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Creo que en ese momento, volví a ser ese niño que se ponía las manos en la cara para decir que sí, por pena.
Quizá no era pena, sino solo la consciencia de que hay manjares a los que uno no se puede resistir.
“Échale la salsita y el queso que sobra, hijo”, me dijo.
Obedecí y saboreé aquel manjar como si supiera que pasará bastante tiempo hasta que las vuelva a probar, y es que no es que no sepa la receta o no me anime a hacerlo, solo que en ese momento me asaltó una de la mayores amarguras de crecer: saber que aunque lo intente, a mí no me quedará igual.