El taller

Siempre supimos que el taller de papá era un enigma. No dejaba entrar a nadie y si alguien lo hacía sin su consentimiento, ¡pobre!

Siempre supimos que el taller de papá era un enigma. No dejaba entrar a nadie y si alguien lo hacía sin su consentimiento, ¡pobre! Tenía todo tan desordenadamente en su lugar que se percataba si un sólo clavo estaba fuera de su sitio y no tenía reparo en reclamar para, después, investigar quién era el culpable.

Con el paso de los años, la madera que cubría algunas paredes del taller se humedeció y comenzó a caer como si se despellejara, por eso daba la impresión de que con cualquier lluvia o ventarrón se desplomaría. En relación con el resto de la casa, a la cual entre mis dos hermanos y yo le hicimos algunas mejoras, el taller parecía haberse estancado en el tiempo, que al parecer, al igual que nosotros también tenía prohibido el paso. Al taller sólo tenían acceso libre el polvo, los perros: El grande, Alfonso, Huker y Barbie; y los gatos: Agapito, Griselda y sus amigos felinos que a veces llegaban buscando dónde pasar la noche.

Por supuesto, la presencia de mamá era la más prohibida de todas. Ese huracán de limpieza que le veía semblante de basura a todo aquello que papá consideraba su tesoro y nuestra futura herencia, misma que aún no sabíamos valorar, por lo que era preciso alejar de nuestras manos de estómago.

Con el tiempo la curiosidad se nos apagó un poco, aunque no del todo. El taller, no me cabe duda, es como él, incomprensible, sigue lleno de enigmas aun cuando ya conocemos cada tornillo, tuerca, refacción, juguete, herramienta y cualquier otro tipo de objeto extraño que hay ahí.

Ese lugar, el lugar de papá, siempre tuvo algo de sombrío, sus paredes grises, ya con el tabique viejo y el olor a humedad, la tierra del piso, la grasa y los cuernos de chivo, cadáver testimonial de cuando mi padre cocinaba barbacoa, colgados en la entrada, le daban un aspecto tétrico, pero con todo, a mi Lucía nunca le provocó ni asomo de miedo. Desde que empezó a caminar le gustaba llevar el banquito de madera que su abuelo le construyó en ese mismo taller y sentarse a verlo trabajar, lo cual no era muy seguido por aquella época porque él siempre estaba de viaje o en el despacho.

Aun cuando creció, a Lucía le gustaba ir con su abuelo a conversar, no tengo idea de qué. Cuando terminó el bachillerato hasta estuvo a punto de estudiar Derecho, como mi papá. Pasaban horas juntos y a veces las risas se escuchaban hasta la calle. Ella y yo nunca hemos conversado así, pronto se nos acaban los temas y se abren grietas llenas de silencios incómodos o las charlas amistosas derivan en peleas campales. Eso es algo que tampoco podré comprender de él: cómo, con semejante carácter, logró ganarse el amor de mi niña.

Cuando Lucía y su madre se fueron de la casa había ocasiones en las que parecía que más bien ella iba al taller a ver a mi papá y no a mí. De repente los perdía de vista y luego aparecían en el jardín comiéndose un higo o una granada recién cortados o ya venían de la tienda con helados o paletas. A veces pienso que él la hizo tan berrinchuda y consentida como ahora es.

Por las noches, cuando ya era hora de llevar a Lucía a su casa, la buscaba por todos lados, hasta encontrarla en la sala de mi padre, tomando café y pan o tostadas con los frijoles refritos que él preparaba cuando sabía que ella vendría, viendo alguna película de Pedro Infante o Tin Tan, o a él transmitiéndole a Lucía la fascinación por los boleros de los Dandys o de los Tres Reyes, gusto que hasta hoy conserva.

La presencia de papá siempre fue escandalosa, era imposible que pasara desapercibido. Su voz grave hacía que todos a su alrededor voltearan a verlo. El taller es igual, además, es lo primero que se ve al entrar a la casa: está entre las dos puertas principales, como haciendo guardia, y de frente al jardín, porque a él le encantaba ver sus plantas y árboles frutales: “mi huerta”, decía.

Del otro lado del jardín está mi taller y hasta atrás de la casa, el de mis hermanos. Casi de manera inconsciente los construimos lo más lejos posible del de papá para evitar sus constantes regaños, sus “así no se hace”, “no, mijo, no seas pendejo” y sus repentinos cambios de humor.

Todos dijeron que un día nos arrepentiríamos de esa lejanía buscada adrede, lo cierto es que hoy que derrumban el taller no podemos sino sentir alivio porque ya no tendremos la zozobra de entender qué nos quiso decir papá durante toda la vida.

 

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