Wolf Erlbruch nos enseña de una manera hermosa pero tristísima el inevitable proceso de la muerte en su libro El pato, la muerte y el tulipán. Es un libro para las infancias, para que entiendan y asimilen el ineludible ciclo de la vida. La muerte aparece de pronto en la rutina del pato, comienza a acercarse, creando lazos y simpatías, de manera que la relación entre los dos se hace indisoluble. Evidentemente la muerte llegó para llevarse al pato, pero él apenas se dio cuenta. Aunque el relato es para infancias resulta muy necesario y estremecedor para la adultez, porque por más conscientes que estemos de la inevitabilidad de la muerte, realmente no lo asimilamos en todas sus dimensiones. La muerte nos descoloca y nos impone, siempre.
El martes murió mi amigo Fernando, lo conocí en la universidad y no dejamos de frecuentarnos y apreciarnos desde entonces. No exagero cuando digo que la tristeza que me invade no se compara con nada que haya sentido antes (tristeza, por decir algo, porque el abismo que traigo encima alberga muchas cosas a las que no les he podido poner nombre). Pienso en Erlbruch y concluyo que a pesar de nuestra capacidad de comprensión de miles de cosas, hay ciertas certezas inamovibles que nos llegan de sorpresa para sacarnos de balance.
Y entonces, en el preciso instante de la descolocación, la mente comienza a hacer de las suyas: la memoria, la nostalgia; de la mano de sentimientos complejísimos: el odio, la tristeza, la sensación de injusticia, el desamparo, la rabia. En el funeral estuve recordando las cosas que vivimos pero también imaginé las cosas que ya quedarán como no vividas: cómo sería la vida en adelante, en su ausencia, pensé.
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No quiero recurrir al cliché que afirma que en un instante todo cambia; más bien quiero hacer énfasis en la falta de conciencia y vinculación que tenemos realmente con la muerte, su inmediatez, su estar cerca de nosotros todo el tiempo; yo no fui como el pato que con tiempo entabló amistad con la muerte, aun cuando tuve todos los elementos para hacerlo. A mí me llegó de pronto y el peso de su aparición me hizo un hueco en el pecho.
He tratado de ver a todos mis muertos en el instante exacto y preciso. Es duro, pero siento que es necesario y no me arrepiento de haberlo decidido de esa forma. Recuerdo lo que narra Anna Starobinets en su libro Tienes que mirar: cuenta lo difícil que fue para ella traer al mundo a un niño que por un defecto congénito no iba a poder vivir, pero más difícil fue lo que hizo después, es decir, luchar no sólo por no olvidar el suceso como ella deseaba originalmente, sino afirmarlo y darle un sentido. Las enfermeras y su mismo marido le sugieren que vea a su hijo, aunque no esté vivo, que no omita esta parte del proceso pues podría arrepentirse en el futuro de no haber tenido siquiera una imagen, y que mirarlo le ayudará a dar cierre al suceso.
Me asomé a ver a Fernando para tener su última imagen bien fresca en la cabeza; mi mirada iba y venía del cuerpo en el ataúd a su fotografía que estaba encima, y aunque una parte de mí quería sólo conservarlo como aparecía en la fotografía (joven, sonriente, sano), otra parte sabía que yo no podía dejar de mirar. Quizá sólo para cerrar, para que esa parte racional de mí tuviera la imagen bien clara de él dentro del ataúd, y que me fuera posible regresar a ella para los momentos de incredulidad y para que no se me fuera de las manos el hecho de que debía abrazar la certeza de la muerte.
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Claro que tengo miles de recuerdos hermosos por los que estoy agradecida y que afortunadamente son mucho más fuertes que este último o cualquiera de los pasados cuatro meses. Pero es importante conservar de manera especial el del adiós definitivo, es mi manera de hacer las paces con la muerte. No diré que no me aterra un poco; hasta hoy la imagen se me aparece y no me encanta haberme forzado a crearme ese recuerdo, pero haberlo hecho es para mí como ser el pato que se hace amigo de la muerte y con esta amistad el tránsito puede hacerse un poco más llevadero.
“Uno no acepta la ausencia, pero termina por acostumbrarse a ella”, escribe Sara Jaramillo Klinkert en Cómo maté a mi padre. Coincido, pero no habla del tiempo necesario, y estoy segura de que yo, al menos, todavía no termino de llorar.