Es alguna noche de diciembre. Saúl despierta tosiendo. “Cof, cof, cof”. Se levanta de la cama porque siente que le falta el aire. Se asusta. Se agita. Luego se tranquiliza. Inhala y exhala. Inhala y exhala. El ataque de tos vuelve sólo si pega la cabeza en la almohada. Entonces la madrugada se vuelve eterna, ahí sentado, torturado por el sueño y el aislamiento. Torturado, además, por todo lo que ha leído y escuchado sobre la enfermedad.
Más allá de una alergia que lo fastidia a veces, Saúl es un joven sano. Tiene sólo 29 años. Hasta hace muy poco conservaba la fuerza para correr el circuito del Autódromo Hermanos Rodríguez y para escurrirse en una hora pico al Metrobús en Etiopía. No está seguro dónde exactamente el virus entró en su sistema. Sabe solamente que fue en una de las salidas laborares que hizo a principios de diciembre, luego de haber pasado meses y meses encerrado con Mario. Tal vez fue en el trayecto. Tal vez alguno de sus contactos era asintomático. Quién sabe. La única certeza que ahora tiene es que el SARS-CoV-2 es cabrón.
Los primeros días los síntomas fueron leves. “Parecía que tenía un resfriado”, dice Saúl. Pero para la cuarta jornada, todo cambió: comenzó a sentirse fatigado, le dolía la cabeza, tenía escalofríos. La tos para ese punto ya lo desgastaba. Tos de día, tos de noche. Tos todo el tiempo. Llegó el punto en que no podía ni hablar. Tampoco caminar. Batallaba consigo mismo para no toser. Luchaba: “respiraba por la nariz, pero la maldita tos seguía saliendo”. Empezaba a sudar y se agotaba. No le dolía el pecho, pero el agotamiento lo tumbaba en la cama, como si se hubiera aventado una rutina de ejercicio en el gimnasio.
“Nunca había tenido una tos como esa. Es una tos diferente. Es una tos seca que no proviene de la garganta, que proviene de adentro: de los pulmones, o así yo lo sentía. Me mandaron un jarabe que sí me ayudaba a la garganta, pero no me paraba la tos porque yo sentía que esa tos venía desde adentro. No era algo que se generara en la garganta. Era algo extraño. Escalofríos, dolor de cabeza, tos, esas sensaciones de no poder respirar… Es muy diferente. Sentir que no podía respirar es algo que nunca había sentido”, relata el joven.
El 7 de diciembre de 2020, un día después de su último viaje laboral, Saúl se sintió mal. Un leve dolor de garganta. Quizás una infección, pensó. No creía que se había contagiado de COVID-19, pero se hizo la prueba para estar seguro. Desde el primer momento se desgastó emocionalmente. El pánico de que su alergia evolucione y llegue a asma lo invade desde que se notificó que el virus arribó a México. Ese pánico tomó fuerza cuando le dijeron que era un caso positivo.
“Fui al doctor. Estuve bajo tratamiento. Me mandó un antiviral que se usa contra la influenza. Me mandó vitamina C, me mandó paracetamol. Yo soy alérgico a la aspirina. Hay casos en que dan aspirina para la sangre, pero como yo no la podía tomar, me dio una inyección en el estómago, que dolió bastante. Fue para que no se me formaran coágulos en la sangre y para que no bajara mi oxigenación”, narra el joven.
Saúl cuenta que durante los peores días de la enfermedad, su oxigenación bajó a “86, 87”. “Cuando me daban los ataques de tos, llegué a bajar a los 82, 83. Sí hubo momento en que sentí que me hacía falta el aire. Eran segundos. Eran como tres segundos en que sentía que no estaba respirando, pero ya luego podía respirar. Intentaba tranquilizarme”, añade. Son considerados normales los valores de saturación arterial de oxígeno del 95 al 100 por ciento.
La Covid-19 es la enfermedad provocada por el coronavirus conocido como SARS-CoV-2. La Organización mundial de la Salud (OMS) supo del nuevo virus en el ocaso de diciembre de 2019, luego de que autoridades le informaran “sobre una neumonía vírica” que había provocado contagios en la ciudad de Wuhan, en la República Popular China.
Los síntomas más habituales de la Covid-19 son: Fiebre, tos seca, cansancio. Otros síntomas menos frecuentes son la pérdida del gusto o el olfato, la congestión nasal, conjuntivitis, dolor de garganta, dolor de cabeza, dolores musculares o articulares, erupciones cutáneas, náuseas o vómitos, diarrea, escalofríos. Entre los síntomas de un cuadro grave de COVID están la disnea, pérdida del apetito, confusión, dolor u opresión persistente en el pecho, temperatura alta (arriba de los 38° C). La lista anterior se encuentra en la página oficial de la OMS.
Desde el primer síntoma, Saúl se aisló en su propio departamento. De entrada durmió en el sillón, todavía sin certeza del contagio. Luego tuvo que adaptar una habitación para que Mario, su pareja, pasara las noches lejos del virus. Las áreas comunes quedaron prohibidas. A pesar de vivir juntos, Saúl resultó positivo y Mario no, aunque sí desarrolló algunos síntomas menores. Creen que su carga viral era débil cuando se sometió a la prueba y por eso el resultado.
“No perdí el gusto ni el olfato. Eso sí le pasó a Mario. Yo no los perdí, pero sí perdí el apetito. En todo ese tiempo yo no quería comer, la carne me daba asco, sentir la grasa… No pude comer. Yo soy fan de las enchiladas y cosas así… Mi hermana y suegra nos mandaban comidas y no podía comer. Nada que tuviera condimentos, es algo raro en mí. Comía pechuga asada, verdura hervida, una fruta. No me sentía con hambre, comía poquito. Mi apetito se fue. Bajé de peso por no comer esos días. No te da hambre”, relata Saúl, quien aún tose al articular varias frases seguidas.
Saúl dice que nunca olvidará el 2020. Primero la eterna cuarentena y las estrictas reglas para evitar enfermar. Después la Covid-19 no llegó sola. Justo las reuniones laborales que tuvo fueron luego de que le informaran en su trabajo que le quitarían el sueldo y sólo le darían comisiones. Al no aceptar el movimiento, fue despedido. “Me quedé sin trabajo en diciembre, cerca de mi cumpleaños, cerca de Navidad, con Covid…”, lamenta.
“Es extraño formar parte de las estadísticas. Al estar bombardeado por tantas noticias, emocionalmente te sientes ‘bajoneado’. Estás en incertidumbre. Durante tantos meses te han bombardeado de noticias por todas partes, unas buenas, otra malas… Volvimos al Semáforo Rojo, los casos incrementaron… Traté de mantenerme sereno pero también estaba inmerso en el no saber qué me iba a pasar: ‘¿Me voy a recuperar o qué pasará conmigo? ¿Y si Mario se pone mal? ¿Qué haremos los dos enfermos?’”, dice Saúl.
“El doctor me dijo que no me preocupara porque estoy bien y joven. Me dijo que no me asustara, pero luego ve uno las noticias, vemos las redes sociales, conocidos… Una amiga me dijo que su hermana se contagió, pero era asintomática. Pero luego de una semana y media ya no podía respirar, la llevaron al hospital, le dieron tratamiento y luego les dijeron que no podían hacer nada. Luego me dijo que había muerto su hermana. Yo no sabía qué iba a pasar conmigo”, agrega.
Es otra noche de diciembre. Saúl se sienta frente al árbol de Navidad. Enciende la cámara y comienza a contar su experiencia con la Covid. Dice que es tiempo de cuidarse o la pandemia empeorará. Dice que todos están propensos a enfermar. “Cof, cof”. Las secuelas del paso del virus lo detienen un momento. Luego retoma sus ideas. Dice que su cuerpo está en recuperación. No quiere recaer. Asegura que el SARS-CoV-2 aún está en su cuerpo, pero cree que lo peor ya pasó. La libró, agrega. Después recuerda que de un día para otro dejó de sentirse muy mal para estar casi como el Saúl fuerte que esperaba la señal para hallar un lugar en el Metrobús nocturno. Luego lamenta que hay personas que aún no creen en la gravedad del asunto. “Va a llegar un punto en el que van a tener que creer. Son más los infectados, son más los cercanos. Si la gente sigue saliendo sin medidas, pues serán más los cercanos enfermos”, dice. Se despide. Apaga la cámara.