Eva
Foto: Kranich17/Pixabay.

El reloj marcó las 18:30 horas. Eva se levantó de la cama, tomó la biblia que estaba en su buró y se puso a leer la parte que correspondía a los últimos días de Jesús en la tierra.

Mientras leía, su mente viajó a los días en que, junto a su esposo, cuidaba y daba mantenimiento a la iglesia del Señor de las Maravillas en ese pequeño rancho de Veracruz.

Su cuerpo experimento la paz que hacía días no sentía. Fue como si aquella tranquilidad de los días del pasado se trasladara a ese momento en que estaba sentada, con la biblia en la mano, y vestida con el traje con el que celebró sus 50 años de matrimonio.

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Tocó las mangas del vestido. Sintió la suavidad y su mente la llevó hasta ese día. Sus hijos, nietos y familiares reunidos en la iglesia, celebrando que con Juan había llegado a los 50 años de matrimonio.

Después, la fiesta en el salón ejidal. Las carnitas con arroz en los platos. La música del conjunto tronando en las bocinas. Los niños corriendo. La felicidad en cada rincón del espacio.

Se aferró a los recuerdos y las sensaciones. Algo le decía que el momento había llegado. Que tenía que levantarse y caminar afuera del cuarto y salir de esa casa que, con tanto empeño, ayudó a construir.

No tenía miedo. Ese se había quedado atrás, en las noches del hospital, de dolores en las piernas, en los pulmones, en las manos, en cada rincón de su cuerpo.

Hoy todo era paz para Eva.

Leyó un poco más. Se detuvo a pensar en la resurrección al tercer día y en la promesa de que el cielo está abierto para todas las personas.

Su sonrisa se extendió por su cara del color de la avellana. Se tocó el cabello que le bajaba por la frente y extrañó no tener el gorro que cada navidad se ponía para protegerse del frío.

Con sus pies sobre el piso, avanzó sobre la casa. Se detuvo en el umbral del cuarto y miró el piso de la sala. Ahí, en fila, dormía su esposo, hijo, hijas, nietos y nietas.

Los contempló por última vez. Los vio serenos y les lanzó un beso como si con ello pudiera acompañarlos por el tiempo que restaba.

Con su voz hecho un hilito, les dijo que ya se iba, que estuvieran tranquilos porque, por primera vez en mucho tiempo, ya no había dolor ni llanto ni miedo ni deseo de no estar.

Les pidió recordar los momentos de felicidad: la fiesta de 50 años de casados, las celebraciones de Año Nuevo y Navidad, el Día de Muertos, las veces que se juntaban a comer y platicar, los días en que escuchaba a Julio Jaramillo

Y también, que no la olvidaran, que le pusieran los tamales rojos que tanto le gustaba comer y preparar, que hicieran pascal, atole de cacahuate, zacahuil y que cada tarde le dedicaran una oración, así como ella lo hacía apenas caía el sol.

Ya es hora, escuchó.

Siguió su camino. Echó un último ojo a su familia y a las fotos con sus papás y un ánimo inmenso la invadió. Es ahora, se dijo.

La luz del exterior le impactó en los ojos. Avanzó. El reloj marcaba las 18:34 cuando Eva dejó que todo se escurriera en un suspiro.

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