el amanecer nos mira.
Desde la ventana,
un suspiro de niebla empaña el camino hacia el bosque.
La mañana comienza aún sin el cantar de las aves;
sin el eco sordo de las cuatrocientas voces de una sola garganta.
La pausa
del tiempo
detiene
un rayo de sol
sobre la cama.
Nuestras manos se juntan, hermana,
para formar una sola figura,
una silueta infinita,
donde dos corazones comparten latidos,
y el latido se iguala en un ritmo de sangre
que danza despacio hacia ti, hacia mí luego.
Y te siento, en este momento
donde la vida se abre ante nuestra presencia
y, poco a poco, despierta
hacia un mundo que parece distinto
cada vez que cerramos los ojos.
Mas no sabemos si en verdad están cerrados ya los ojos
o si esto es, quizá,
sólo un sueño dentro del mismo sueño de la muerte.
Y estamos aquí recostadas,
sin dolor ni espanto,
bajo las batas que nos cubren, apenas.
Y nos apretamos las manos mutuamente,
y nos enterramos las uñas, hermana:
una gota de sangre sobre la sábana nos basta
para dar por cierto lo real de este momento.
Olas tibias de aire nos secan los ojos, y afuera,
las hojas caen desde mucho más arriba
de las copas de los árboles.
Aquí estamos, de nuevo,
desde el mismo sitio como cada tarde,
atestiguando el curso primigenio de las cosas,
y un suspiro enturbia el cristal de la ventana.
El amanecer nos mira.