La gigante de la montaña

Intenté abrir los ojos, me los tallé con el puñito de la mano para ayudarme a despertar, fue inútil. El calor generaba una atmósfera densa, sofocante, las mismas palmeras parecían padecerlo con sus movimientos lentos y fatigosos, lo que provocaba más pesadez en mis párpados convertidos ya en plomo, tras las horas de viaje en carretera, la estancia en la alberca, los mariscos y la viveza del sol mordisqueando la piel.

 


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Intenté que mis pestañas superiores se despegaran de las inferiores, pero estaban como tejidas entre sí. El sueño era muy placentero. Aunque sudaba, el viento generado por el ventilador me golpeaba la espalda y lo sentía en armonía con mi respiración, lenta y profunda. Inhalaba y aspiraba por la nariz, pues sólo cuando hace calor puedo hacerlo sin sentir constipadas las vías respiratorias.

 

Comenzaba a sentir la parte frontal de mi torso sudorosa y eso me generaba comezón. Quería abrir los ojos, moverme para secarme el sudor, pero el aire cálido era tan agradable que en vez de eso, me arrancaba sonrisas, ensoñaciones fantásticas y más ánimos de dormir.

 

Mis manos y pies colgaban, soñaba que era una gigante que tras horas de calurosa caminata y búsqueda del lugar perfecto para morar, se adueñaba de una gran montaña y se tendía a dormir sobre ella, en donde apoyaba su barriga para desentenderse de sus extremidades y dejar de imprimirles fuerza.

 

Al fin me rendí. Mis párpados de plomo y mis pestañas entretejidas no me permitieron despertar, así que lo hice quizá unas horas después o quizá hasta el día siguiente. Cuando volví de aquel mundo de gigantes y montañas, levanté un poco la cabeza y miré a papá que me dedicaba una sonrisa blanca y esa mirada ocre que tanto me gustaba. Sólo supe quitarme el cabello de la cara para verlo mejor y entonces comprendí que no estaba tan equivocada, ahí, extendida sobre la panza de papá, era una gigante que todo lo podía.

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