Era una noche como cualquier otra, María se encontraba taciturna, un velo de amargura cubría su faz; sus grandes ojos pugnaban por detener las lágrimas que se agolpaban en las pupilas; sus brazos cruzados sobre su regazo, parecían encerrar y retener la soledad que desde hace un año la había hecho presa.
Contrajo matrimonio con Don Servando, hombre acaudalado propietario de varios negocios del pueblo, le doblaba la edad, pero había puesto su mirada en esa frágil y hermosa chiquilla que día a día entraba a la única tienda de abarrotes a buscar los enseres propios del hogar, pidiendo, avergonzada, una postergación del crédito.
El día de la boda, él lucía radiante, presentaba ante la comunidad la joya en bruto que acababa de adquirir. Ella caminaba a su lado, orando por que el amor llegara a tocar su corazón y ser una esposa virtuosa.
Los fuertes ronquidos de su marido la hicieron volver a la realidad, su amplio vientre se movía junto al estrepitoso ruido producido por la obstrucción del paso del aire y el babeo resbalaba por la comisura de sus labios. No pudo evitar que las lágrimas fluyeran sobre su rostro y su ceño se frunciera con un rictus de dolor.
Unos suaves toquidos a la puerta del comercio la volvieron a su realidad, como sonámbula se dirige a atender el negocio. ¡No podía creerlo!, ante sus ojos se encontraba el médico del pueblo, un joven mozo que había ido a prestar su servicio social. Limpió las gotas que aún tambaleaban en sus pestañas, se acomodó el pelo, alisó el vestido y tratando de ocultar las emociones que le despertaba su sola presencia preguntó:
-¿En qué le puedo ayudar?
-Para ponerme a sus órdenes, -dijo, y fue suficiente para que María volviera a sonreír, soñar y vivir.