Me gusta escucharte cantar.
Sentir en mis oídos tu voz, desgarrándose en cada canción. Es como si al hacerlo dejaras ir aquello que te duele o que te hace feliz.
Recuerdo aquella noche. La luz que coqueteaba con el lila sobre tu cara. Tu pose victoriosa y tus ojos dirigidos a la cámara.
Después cantaste como si no hubiera mañana. Grabaste y seguro ese video tenía destinatario.
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Confieso que me hubiera gustado ser yo. Pero bien dicen que el deseo no siempre se acomoda a la realidad. Y esta es una prueba.
Estas líneas se refieren a ti. A la tarde que cantaste mientras caían gotas de lluvia en una primavera extraña. A ese día en el que dejaste que el trago amargo de la perdida se diluyera en tu ser brincando y cantado a la una de la mañana.
También, a la vez que, sentada, volviste a conquistar aquella canción que te dolía.
Si la tocan, lloro, me dijiste. Pero te vi disfrutarla que pensé que habías triunfado sobre la nostalgia. Me sentí feliz por ti, por tu victoria y por haber presenciado ese momento.
Aún tengo fresco la noche en que pedías, a todo pulmón, una de tus canciones favoritas a la banda que estaba en la tarima. Te veías tan contenta, que guardé para mi memoria tus ojos brillantes, tu boca pequeñita y tú fleco cayendo sobre tu frente.
Entendí que la revolución en mi ser era real y que aunque la vida impidiera una historia mutua, vivirías en lo más profundo de mi ser.
Por eso, me gusta escucharte cantar, porque en esos minutos eres música y el recuerdo que perdurará en la eternidad de mi memoria, ahora que sé que el presente no será el de mis sueños.