Pocas relaciones son tan tormentosas como la que mantiene todo mortal con el Metro de la Ciudad de México. También, pocos sitios muestran tanto lo anormal y surrealista que es nuestra ciudad, con una serie de eventos que son tan cotidianos que el chilango promedio ya cree “naturales”.
Al viajar en el Metro de la CDMX, los extranjeros se asombran de la increíble oferta de productos inservibles que se venden en él; de las paletas de hielo, chocolates y chicles que se pueden adquirir a precios de oportunidad en su vagones; de la división por género de los pasajeros por (al más viejo estilo de ganado) por la falta de valores de los hombres para respetar a las mujeres; de la cantidad de vagos, drogadictos e indigentes que siempre mendigan.
Nada de eso pasa en los metros de Londres, París, Madrid, Tokio o Buenos Aires. Ni siquiera, en las ciudades de Guadalajara o Monterrey, las otras dos grandes urbes del país, que cuentan con un sistema de transporte similar; lo que hace que hasta los foráneos queden anonadados al conocer este sitio.
De todas las singularidades citadas, la que más me sorprende, y me da una anécdota para contar, es la física de su espacio al transportar pasajeros. Ni los más capacitados expertos en moléculas podrían explicar, a través de las teorías de los quarks, neutrinos, o alguna otra partícula elemental, la siguiente pregunta: ¿cómo es posible transportar tanta gente?
Revive: Un año en la CdMx: Metro chilango.
Al hacer este razonamiento, de la nada, rememoro uno de los viajes más arduos de mi vida. El vagón iba lleno, a tal grado, que los camiones que transportan gallinas lo hacen en mejores condiciones. Con tan sólo abrirse las puertas, la presión de cuerpos humanos al interior amenazaba con expulsarte del vagón. Y en cada estación, todo pasajero vivía una lucha individual por no salir del tren.
Pronto, en cada nueva estación, la gente en los andenes veía con resignación el vagón y estoicamente esperaban al siguiente. Y, por unos minutos, sentimos paz quienes íbamos adentro. No obstante, esta paz se interrumpió en Pino Suárez cuando un señor de una panza digna de un cetáceo intentó subir. Con todo su peso comenzó a aventar su cuerpo para abrirse espacio, sin embargo, éste ya no existía. Con dolor, desde adentro del vagón le gritamos “¡No cabes!”. Pero el tipo hizo caso omiso a nuestras plegarias. Cada impacto de su volumen nos llegaba a todos, y los ánimos empezaron a subir a palabras altisonantes “¡No cabes cabrón! ¡Deja de empujar, pendejo!”.
Ante los insultos, el tipo nos vio directamente a la cara y nos gritó:
-Si vamos a caber en el infierno…
La frase despertó una furia interna en todos. Tan sólo escuchar los sonidos que indicaban el cierre del tren, todos los pasajeros, en un acto de solidaridad, usamos nuestra fuerza para empujar afuera al panzón, quien casi va a estrellarse contra el piso. A pesar de nuestro deseo, el equilibrio de sus pies evitó la caída.
Poco antes de que las puertas del vagón se cerraran, el hombre de la panza de cetáceo nos lanzó una mirada de odio. Todos sonreímos felices al interior y una voz le gritó:
- ¡Nos vemos en el infierno!
Con seguridad, considero, el infierno debe ser un lugar más cómodo que ese día en el metro.