“¿Y esa para quién es?” Cada año, el Día de Muertos, le preguntábamos lo mismo a mi abuelita y ella, con la paciencia de los años nos respondía.
“Esa es para mi mamá; la otra para mi papá…” Y así comenzaba su listado de nombres de cada una de las velas que ponía en su ofrenda.
A cada vela la acompañaba un pan de muerto, un vaso de agua, un racimo de plátanos o un montoncito de manzanas.
Cuando mi abuelita relataba cada uno de los nombres, parecía como si su mente viajara al pasada y recordara a todas aquellas personas que perdió.
La ofrenda del Día de Muertos estaba colocada sobre un petate de mimbre. Ella no le ponía papel picado ni calaveritas, pero sí incienso y una carga muy grande de amor y recuerdos.
Con el paso del tiempo, la ofrenda se fue achicando más por la falta de espacio, que por el deseo de mi abuelita. cada 31 de octubre colocaba al menos una veladora, un vaso de agua, un pan y un poquito de sal.
Mi abuelita materna colocaba en una mesa papel picado, un mantel de una calavera, dulces, velas y comida…
El 31 de octubre ponía tamales con hojas de plátano y tazas de atole y café; el 1 de noviembre, cambiaba los platos por un poco de mole, unos bultitos de maíz a modo de tortillas y una caguama para que el espíritu de mi bisabuelo la degustara.
Ya el 2 de noviembre era la comida de lujo. Ese día ponía pascal, una especie de pipían en caldo de pollo y más tamales.
Además, ese día se dirigían al Panteón de la zona para limpiar la tumba de los que se fueron. Llevaban flores, botes para colocarles agua y pequeños adornos que daban un poquito de vida a ese lugar tan silencioso.
Una vez que dejé la casa de mis papás, traté de replicar lo que aprendí de mis abuelitas en el Día de Muertos. Ponía una pequeña ofrenda en memoria de todos aquellos que ya se fueron.
¿Sus nombres? Daniel, un amigo de la facultad; Concepción, una maestra que me dio clases de historia y a quien debo la clarividencia de haberme dicho que podía triunfar si escribía; Catherine, una amiga de la secundaria que siempre fue muy valiente y que peleó hasta el final; el tío José, un señor bonachón que un primero de enero me regaló un libro sobre Lucio Cabañas y se pasó la tarde hablando de Andrés Manuel López Obrador.
Y cientos más que ya se fueron, pero que siguen viviendo en la memoria de cada una de las personas que los recordamos., y que, seguramente, en estos días volverán para abrazarnos y estar con nosotros.