En una entrevista, César Aira, uno de los escritores más prolíficos de la actualidad, afirmó ser de esos raros escritores a los que les gusta escribir. Quizá suena absurdo, pero es una declaración que dista mucho de lo obvio. Él mencionó que hay muchos que quieren ser escritores y seguir siendo escritores, pero se dejan seducir por una suerte de pose o de beneficio social (becas, quizá, se me ocurre), escritores a los que se les hace llamativa la figura del escritor, pero que en realidad no les gusta el trabajo en sí de la escritura, y no menciona la disciplina, el esfuerzo, el compromiso, sino simplemente el gusto genuino y auténtico por escribir.
Hay otros escritores para los que el acto de escribir es una actividad disfrutable pero también salvadora. En los diarios de Alejandra Pizarnik es evidente que las reflexiones ahí asentadas dan cuenta de sus propios descubrimientos y de sus propios medios para mantenerse cuerda y a salvo en un mundo que siempre le pareció ajeno y difícil. Clarice Lispector, por su parte, escribía auténticamente por inquietud, por necesidad y por no poderse ver de otra manera, ni existir si no fuese escribiendo. Y lo hacía con una maestría envidiable, con una inteligencia exacerbada que unía concisión y síntesis perfectamente en sus pequeñas crónicas enfocadas en los detalles y en sus novelas con las que jugaba con el lenguaje mismo de una manera que pocos han conseguido.
Personalmente no me considero la escritora constante y disciplinada que debería ser, pero de un tiempo para acá retomé el hábito de la escritura diaria o casi diaria, quizá no trascendente ni con miras a la publicación ni reveladora en sí, pero sí constante y presente, simple pero enriquecedora y ha sido muy gratificante. Retomé la escritura de diarios y reflexiones libres a partir del taller de autobiografía que tomé con León Plascencia Ñol hace unos meses. Y sumé a la actividad el consejo que me dio el poeta Darío Jaramillo hace unos años en Xalapa: escribir con lápiz del número dos (o alguno suave), para que se deslice con facilidad y no canse. Es muy interesante lo que uno descubre en los diarios, por ejemplo, que en el detalle intrascendente de la vida diaria se puede encontrar una revelación suficiente para la creación.
Retomar esta actividad me hizo reflexionar sobre mis comienzos en la escritura y es que en realidad, mi primer acercamiento fue con un diario. Me puse a pensar en cómo es que se detonó en mí esa necesidad de contar lo que me pasaba (y en realidad no me pasaba mucho a los quince años), qué fue lo que me hizo explotar y tener que escribir con esa pasión y ese deseo incomprensible. Si yo escribí fue por vergüenza, pero al mismo tiempo por ansias de decir aquello que me avergonzaba, porque al mismo tiempo no quería que se perdiera, no quería dejarlo morir. Mi huella en el mundo tuvo su mecha en aquello de mí que no quería ser, pero que me definía de una manera tan inevitable que no podía pasar por alto, que no podía dejar de registrar en el papel. Y así fue como llené cuadernos enteros en donde contaba el día a día, lo que sentía, lo que pensaba, lo que no quería que supiera nadie, lo que al ser secreto me reafirmaba, porque era mío.
En mi reciente vuelta al diario descubrí, ya con la adultez encima y la conciencia más clara de lo que escribir significa, que en medida en que me cuento las cosas a mí soy capaz de encontrar otras aristas imperceptibles a primera vista, y que estas pequeñas revelaciones tienen el potencial de convertirse en historias o en poemas. También noté los beneficios de la escritura a mano, esa mano que después de años de llenar archivos de Word que se llamaban “Nonsense” o “Toexist”, ya se había atrofiado un poco. Escribir a mano hace que la palabra caiga con una lentitud perfecta mientras la mente puede terminar de articular la frase que sigue, a un ritmo suficiente para hilar en la mente la conciencia y la coherencia, con el ritmo exacto que permite vislumbrar el resto de las frases y las ideas que vendrán a continuación.
Hace unos meses, en la escritura del diario, tuve una revelación a partir del pésimo servicio de internet: después de vivir casi dos años con un internet mediocre decidimos cambiar de proveedor cuando nos quedamos sin servicio casi una semana. Sólo cuando llega uno a un límite inaceptable es cuando se decide a actuar, sólo en ese punto y no en cualquier otro, aunque también implicaban inconformidad. Y me di cuenta de que así era la vida en general: llegar a un punto límite y sólo ahí, nada más ahí, actuar. Y entendí que esa reflexión asentada mecánicamente en el diario podía convertirse en un poema.
La escritura para mí, antes que nada, es un medio de conocimiento de mí misma, después es una forma de ser a través de la palabra, al final es creación y estética. Me sirve para aclarar mi oscuridad y permite que ésta no me habite completamente en todos los aspectos de mi vida. Mi escritura es muchas veces sobre mi oscuridad, sobre las cosas que no digo en el día a día, pero que siguen siendo parte fundamental de lo que soy. Escribo para que la angustia que me caracteriza, así como mi propensión al fracaso y la comparación, no me nublen el juicio en el mundo en el que debo funcionar. Escribo para hacer un balance, para no volverme loca en un mundo lleno de cosas que no puedo cambiar, en un mundo que no se hace a la medida de nadie, pero en el que muy seguido quedo más corta que todos los demás, insuficiente. Y después encuentro que mucho de eso debe transformarse en literatura, y este proceso de reescritura y revisión lo disfruto mucho también, me hace sentir en paz.
Me pregunto también en dónde quedó la vergüenza o si ésta sigue siendo algún motor. La verdad es que ahí sigue. Escribo muchas cosas que no podría permitir que el mundo las supiera, cuando digo que escribo, no quiere decir que lo que escribo sea digno de publicarse o de mostrarse; escribir, para mí, es una satisfacción que no se cuantifica en medida de lo que se da a conocer a los otros. Muchas veces me basta con escribir para decirme las cosas a mí misma, porque de alguna forma esto me hace sentido. Curiosamente, todo aquello que guardo lejos de los demás, vuelve y vuelve día tras día, y cada que vuelve lo escribo otra vez, más o menos igual que a los quince años en los cuadernos que llené escribiendo de cosas que no podía decir. Y éstas son las cosas que más atesoro y cuido.
Quizá no pueda exponer totalmente lo que implica para mí la escritura, por qué, aunque me importa publicar y tengo libros ahí listos, no es mi meta número uno, pero sí puedo decir sin temor a equivocarme que el día en que escribo (sea lo que sea) siento que ha sido un buen día, no importa si no he logrado páginas memorables, dejar algo ahí es fundamental. Es importante, de una manera difícil de explicar.