Fugazmente grandiosos

Fugazmente grandiosos
La importancia de ser y trascender levemente en nuestro pequeñísimo tiempo en este mundo. Foto: Pixabay.

Era octubre del año 2013 y yo creía estar en una relación de pareja que duraría toda la vida. Ha pasado ya mucho tiempo y, sin embargo, hay detalles que me regresan a ciertos instantes de esos meses que fueron a ratos hermosos, a ratos confusos y a ratos llenos de tristeza.

“El diablo está en los detalles”, dicen. Y es que es en el detalle donde todo empieza y explota. Me explico: es sábado, año 2022, estoy revisando mis lecturas para el diplomado, el radio está encendido en Reactor 105 y de pronto suena “Una mañana” de Café Tacuba. Han pasado ya muchos años, me digo, cómo es posible que me siga acordando. No deja de sorprenderme el efecto real de la magdalena de Proust en El busca del tiempo perdido: ese factor externo que nos hace viajar en el tiempo sin problemas. Así, yo me acuerdo del día exacto en que él puso esa canción cuando estábamos solos en el departamento; el día que sería uno de los últimos, pero en ese momento yo no tenía manera de saberlo.

Y recuerdo sobre todo cómo fue que me enteré de que esa misma canción la había escuchado con alguien más unas semanas antes. Porque a mí ya me mentía, ya no estábamos entendiéndonos, ya todo estaba a punto de deshacerse y, de nuevo, yo no era capaz de saberlo.


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En el libro de Ocean Vuong, En la tierra somos fugazmente grandiosos, él mira muy bien los detalles, y de hecho son los detalles los que quedan en la memoria y hacen que el lector se conmueva y sienta empatía con el narrador. Los detalles y por supuesto la manera de recordarlos y de escribirlos. El protagonista habla de Trevor, y poco sabemos realmente de Trevor, más allá de que es un tipo ordinario que se entretiene disparándole a las latas posadas sobre una barda, lo cual no es peculiarmente interesante; sin embargo también sabemos que Trevor adora los girasoles porque pueden ser tan grandes como él; sabemos que tiene una marca en la piel con la forma de una coma, que la piel de su brazo posada sobre su vientre desnudo sobresale por el bronceado y parece que descansa sobre algo tan blanco que no le pertenece, que hay una forma peculiar en que termina su cabello en la nuca y que esto es hermoso.

Yo sigo recordando los detalles, tanto que he escrito poemas al respecto. Pero también he dejado fuera muchas cosas en ellos, lo que me remite a los versos de la poeta china Yen Ai-lin: “Eres un poema mío que no existe en absoluto, / tu invisibilidad es lo suficientemente / necesaria como para que mi vida tenga sentido”. Así, yo tengo en la memoria cosas invisibles o acaso visibles sólo para mí, que no sólo me hacen sentido, sino que me ayudan a recordar que no estaba loca y que todo aquello sucedió. Está ahí todavía presente el patrón a cuadros de su camisa favorita, la cicatriz de una quemadura profunda que le quedó en el brazo, su caligrafía especialmente hermosa, la forma en que sus ojos cambiaban cuando sonreía, y su literatura, siempre su literatura.

Igual que Ocean Vuong, comparto la belleza por la fugacidad de las cosas, la importancia de ser y trascender levemente en nuestro pequeñísimo tiempo en este mundo, en lo esplendoroso que puede ser un momento, una marca insignificante, una palabra, un mínimo segundo.

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