Julián Herbert escribió un poema extraordinario que tituló “Autorretrato a los 27”. Yo, que llego tarde a todo, lo leí hace apenas unos años, y hubo unos versos que me resonaron muchísimo y, como suele pasar con la buena poesía, me hablaron hacia dentro de mí como si yo estuviese descubriendo el fulgor de esas sentencias:
“Aquí me extrajeron el diente cariado
y de paso me arruinaron la sonrisa
este relámpago de fealdad por donde asoma
involuntariamente
el ápice más claro del pozo que yo soy”
Pensé que yo misma también era un pozo y que la chuecura dental que tengo desde la niñez era también producto de una extracción, al parecer innecesaria, que como a Julián vino a arruinarle la sonrisa. Así sucedió. No tenía ni doce años cuando una dentista me quitó un diente “para hacer espacio” en una boca que era demasiado pequeña para todas sus piezas. Y lo hizo sólo para obtener el terrible resultado de la asimetría, de lo descuadrado, de lo que no calza.
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Regreso a Julián por la fealdad, ese relámpago de fealdad que a los dieciocho otra dentista quiso arreglar porque, según constaba en su historial de pacientes, una muchacha de mi edad tenía el mismo problema pero al arreglárselo cambió su vida y se casó y fue muy feliz (no miento, esas eran las conclusiones, como si enderezar los dientes fuese sinónimo de felicidad). En fin, en ese momento tampoco hice nada por mi desacomodo cada vez más inminente. Y tampoco lo hice cinco años después cuando otro dentista me insistió en hacerlo luego de que lograra quitarme de un jalón las cuatro muelas del juicio que venían creciendo de manera horizontal y empujando todos los dientes hacia donde no se debía.
Pasaron los años y jamás hice lo que ya dos dentistas me aconsejaron que debía hacer. Y la cosa es que cuando uno ya tiene cierta edad se empieza a dar cuenta de que por supuesto la vida no es ideal pero también es muy fácil comenzar a vivir con lo “parchado”, es decir, hay muchas cosas que sabemos que no están del todo bien, pero dado que nos permiten vivir y funcionar, son hechas a un lado para simplemente seguir viviendo. Y sólo comenzamos a darle la atención debida cuando estamos al límite y comienzan verdaderamente a molestar.
Hace algunos meses, cuando me quedé sin internet por una semana, como una epifanía se me hizo evidente esta reflexión. Llevaba mucho rato con un internet chafa que se iba y venía, con una velocidad muy inferior a la que se supone que debería tener, pero ahí andaba, sobreviviendo, porque el mal no era tan malo como para que definitivamente no me dejara trabajar. Cierto que las videoconferencias a veces se alentaban, que la gente me escuchaba con un retraso de uno o dos segundos y que a ratos Netflix se pausaba por medio segundo. Pero nada de esto me parecía una tragedia. Estaba mal, lo sabía, pero como me permitía funcionar, lo dejé así. Entonces llegó la semana fatídica sin internet, el límite de la paciencia, y entonces, sólo entonces opté por cambiar de compañía (la cual fue igual fatal, pero esa es harina de otro costal).
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A partir de este hecho decidí que no debía permitir que este tipo de cosas me siguieran persiguiendo, decidí hacer caso a las cosas que por años he sabido que tengo que atender. Puse atención a cosas de la vida adulta, por ejemplo, estar bien en el SAT, localizar mi Afore y saber cuánto dinero hay, tener un seguro de vida, ir al médico regularmente, etc. Y bueno, pensé que dentro de esas cosas ya era necesario poner atención a mis dientes. Porque llevaba años viviendo “bien” pero en el fondo no tan bien, igual que con el internet. Y decidí que en este tema no quería llegar al límite para hacer algo al respecto.
También me di cuenta, después de otra epifanía, que a veces invertimos mucho tiempo y esfuerzo en ciertas cosas con tal obsesión que dejamos de atender otros aspectos de la vida que también son importantes. Tantos años concentrada en las lonjas y la celulitis y ninguno en la salud dental. Tantos años clavada en hacer proyectos para el Fonca y pocos en la escritura real de mis poemas.
Entonces decidí hacer lo que no había hecho. No sé bien cuánto tiempo estaré sometida a la horrible ortodoncia que se ve ridícula en una persona de mi edad. Y eso no me anima nada. Tampoco me levanta el ánimo que haya recibido ciertas reacciones de “horror” de mi familia porque evidentemente me veo horrible. Pero también pienso que haber empezado ya acorta el tiempo poco a poquito y estoy convencida de que empezar es importante.
Cierro con Julián, con unos versos de ese mismo poema:
“Tengo derecho a hablar de mí cuando hablo del mundo
porque hace muchos años miro al mundo
y tengo derecho a sentime verdadero
fugazmente verdadero”
Estos versos, pienso, tal vez no tengan nada que ver con todo lo que he escrito en esta ocasión, pero siento que sí porque cada quince días escribo esta columna y hablo del mundo pero siempre termino hablando de mí y me conmueve pensar en la fugacidad de lo verdadero.