Entre cuadernos y libros de texto trataba de encontrar la libreta de los reportes. Pero mi búsqueda se detuvo cuando hallé un diario que creía perdido. Era del viaje que hicimos en tercer año de secundaria al Tepozteco, con la maestra Conchita, de historia.
Me detuve a verlo y fue como regresar en el tiempo. Eran cuatro hojas dobladas por la mitad, con una portada escrita con varios colores y una buena calificación estampado en la portada.
Comencé a leerlo por curiosidad y con ello empecé a recordar parte de ese viaje hasta que me detuve en las letras que la maestra había puesto en la página final.
A veces me pregunto si de verdad lo pensaba o si solo era si forma de darnos ánimo, pero cuál fuera la intención, lo consiguió. Esas palabras terminaron por convencerme de dedicarme a escribir, y eso hice.
Te invitamos a leer: Le gustan los cacahuates
Ella había puesto que debería practicar eso de contar, que lo hacía bien. Y hoy que ya no está, lamento mucho no haberla visitado y haberle agradecido por sus palabras, por la candidez y ternura maternal que tenía en la mirada y por con pocas palabras hacerme entender que todo, de alguna manera, iba a estar bien.
La memoria flaquea cuando uno más lo necesita, pero sí recuerdo que por el acomodo de las bancas y los apellidos, mi compañera Yasmín y yo nos sentábamos en la mesa frente a la maestra Conchita. Creo que eso nos ayudó a crear un fuerte vínculo con ella.
Su magia era tanta que esa clase era particularmente mi favorita y a la que le dedicaba el mayor esfuerzo para cumplir con las tareas y las actividades que nos dejaba.
Con los meses llegó ese viaje al Tepozteco, quizá uno de los momentos más felices de toda mi estancia en la secundaria y que me llevó a escribir y entregar ese diario de actividades, y a recibir las palabras de la profesora.
Tiempo después, terminamos la escuela y cada quien tomó su camino. Encontrarse o ver a compañeros de la secundaria fue cada vez más complicado y no se diga a los maestros que alguna vez estimamos.
Te invitamos a leer: Las puertas que uno no quiere abrir
Lo malo es que las reuniones luego llegan en torno a malas noticias. Cuando me la dieron no lo creía. Conchita, mi maestra, había fallecido.
Fuimos al entierro con los recuerdos agolpados en la cabeza, con el llanto de saber que no la volveríamos a ver ni nos iba a compartir sus enseñanzas sobre historia, que ya no la escucharíamos presumir que había nacido en noviembre, como Óscar, otro compañero y amigo de la secundaria, temporada que los antiguos pobladores de México dedicaban a las deidades de la muerte.
Quizá por eso nunca la vimos flaquear cuando hablaba de ese tema, quizá por eso ahora la imagino feliz, y con su sonrisa extendida por la cara, mientras se quita los lentes para mirar mejor.
Quizá por eso hoy quería escribirle lo mucho que le agradezco que me haya dado ese empujón final, por decirme que era bueno en eso de escribir y que lo debería de intentar.
Y aquí estoy, intentándolo otra vez, como la maestra Conchita me lo sugirió.