La palabra que torna

palabra que torna
Casi nunca pensamos en el peso real, en la eternidad resonante que una palabra que torna tendrá en el futuro de quienes las utilizan. Foto: Pixabay.

Alfonsina Storni, en su poema Adiós, escribe: “Las cosas que mueren jamás resucitan / las cosas que mueren no tornan jamás”. Quizá se refiere a las cosas que respiran y cumplen un ciclo vital, pero qué sucede con aquellas cosas que se dicen, las que se guardan en la memoria, en papel, como testimonio de la realidad de un momento determinado. Hay cosas para las que, aunque mueran, hallamos mecanismos que las hacen volver como recuerdos o como otro tipo de manifestación, casi siempre dolorosa y nostálgica.

Por ejemplo, un día, hace años, tuve un novio (o algo así) que decidió dejar de estar conmigo para estar con alguien más. Sin embargo, yo estoy segura de que hay cosas de él que siguen regresando, en parte porque yo permito que así sea, en especial en maneras inteligente y caprichosamente orquestadas por el recuerdo, y la memoria, esa otra manera de volver. Pero para entender esto con más detalle, una anécdota: Hace tiempo me deshice del celular que tenía entonces, cuando estábamos juntos (o eso creía yo pues); en el proceso de restaurarlo a su configuración de fábrica para poderlo regalar a un amigo que necesitaba uno, revisé todo antes de borrarlo, entre eso, los mensajes. Mi ser masoquista de 2013 decidió escribir en un cuaderno algunos de esos mensajes de texto que intercambiamos entonces, para no dejarlos perder. Me pareció que era importante porque esas palabras me decían algo de lo que fuimos en un tiempo determinado y yo no quería lanzarlo por la borda. Años más tarde, mi ser masoquista de 2021 se asomó a ese cuaderno, sin estar tan segura de lo que habría de hallar. El caso es que enfrentarme con esas palabras fue una suerte de desfase, de desconocer aquella persona que yo era, pero al mismo tiempo fue un recordatorio de vida, de que eso que leía existió en esa realidad compartida de esos tiempos, fue real, sucedió. Entonces, querida Alfonsina, te diría que las cosas que mueren sí, de acuerdo, mueren, pero ahí permanecen de alguna forma, ahí están sus palabras, ahora en mi letra, pero al fin palabras que salieron de él y que en ese momento las delineó y las escogió para mí y reflejaban nuestra realidad. Recordar las palabras de entonces es una manera de no dejarlas morir.

Me pongo a pensar en el valor de lo que decimos, en el poder, en la fuerza y en la falta de conciencia que muchas veces tenemos ante el uso que damos a lo que hablamos o escribimos. Casi nunca pensamos en el peso real, en la eternidad resonante que una palabra tendrá en el futuro de quienes las utilizan. Cuando Dios creó el mundo, lo hizo con una palabra, que se haga la luz, que se haga el mar, dijo, y en el acto, con el poder de su voz todo lo que dijo se realizó.

Cuestiono los versos de Sabines, que traen en sí una sentencia bellísima y siempre conmovedora: “En una semana se pueden reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego”. La decisión de prenderles fuego o de hacerlas permanecer hasta el fin de los tiempos es al final de quien las usa, de quien las dice, de quien las guarda. Si quien las usa las quiere incendiar será una historia diferente a la de quien decide conservarlas para la posteridad, para que tengan sentido eterno. Pero gracias a esta posibilidad es que deberíamos ser cuidadosos con la palabra, entender que decir es una manera de permanecer, de lograr que las cosas, si mueren, de otra forma permanezcan. Finalmente nosotros somos nuestra palabra, una palabra es la extensión de nuestro ser.

Días pasan y es eterno el recuerdo de ciertas frases, de cómo se erigieron en su momento, de lo que implicaron cuando se dijeron. “¿Para qué extenuarme en alumbrar recuerdos que son pura ceniza?”, se preguntaba Oliverio Girondo. Yo le respondería a mi queridísimo argentino: para no olvidar que fue cierto, que no estuvimos locos, que sucedió, que las cosas muertas tienen sus mecanismos para de alguna manera permanecer vivas y que hubo un tiempo en que el recuerdo era la realidad, en que la palabra marcaba las pautas para que existieran las cosas.

Vuelvo a la anécdota: por supuesto que después de meses de esos mensajes que estaban en ese celular, las palabras, las pocas que intercambiamos, cambiaron, pero no así la condición de eternidad en ellas. Un día, ya bastante alejados, afirmó que era muy difícil estar conmigo y que, aunque yo no pudiera creerlo, él seguía siendo el mismo, pero bajo otras circunstancias. Estas palabras también son testimonio de los hechos, y las conservo con la misma realidad que las otras, porque existieron.

Para finalizar, me remito a Verónica Gerber. En Conjunto vacío ella parece afirmar que hay una esperanza tangible ante lo ido, concretamente ante lo ido por el amor malentendido, descuidado, abortado, difícil. Tal vez, que las cosas fenecidas pueden resarcirse por el poder del amor (si creemos en él), quizá aun cuando éste haya quedado agónico y marchito. “Sé que volveré a verte. El amor siempre nos demuestra la circularidad del mundo”. Y esta esperanza, esta certeza de que las cosas reaparecen, permite una luz en la existencia. De la esperanza, esa cosa que Sor Juana clasificó de enferma y terrible, luego hablamos.

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