La poesía iluminadora de los pájaros marinos

La poesía iluminadora de los pájaros marinos
Foto: Pixabay.

Después de los terrores de la Segunda Guerra Mundial, Theodor W. Adorno se cuestionaba si después de sobrevivirlos todavía sería posible escribir poesía. Categóricamente precisó que no, que esto sería incluso un acto barbárico. Creo que la sentencia de Adorno, que en su momento parecía la única opción posible, después de vio enfocada hacia la construcción de otras maneras de hacer poesía. Quizá una alternativa sería aquella poesía que hablara de la desolación, una que no redimiera ni ensalzara al género humano sino que se concentrara en el desastre.

En estos días volví a una obra de María Baranda y pensé casi en automático en la sentencia de Adorno, pero también en la belleza indiscutible de lo que es triste, del abandono, porque en Un hervidero de pájaros marinos abundan el vacío y la desolación, el determinismo, la duda. También pensé que a pesar de eso en el libro se levanta esta cuestión que amo de los poetas oscuros, es decir, que entre toda la oscuridad reinante demuestran que por supuesto se debe y se puede escribir poesía. 

Este libro de María Baranda canta (sí, canta) con un ahínco envidiable sobre un mundo podrido y las muy escasas posibilidades de salvación. Mención aparte tiene la impecable factura y belleza de la edición a cargo de la editorial regiomontana Atrasalante. Volví a Un hervidero de pájaros marinos y me di cuenta de la gran fascinación que me causa la poesía y cómo en sus diferentes lecturas sigue siendo posible encontrar nuevos elementos.


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El epígrafe del poeta martiniqués Aimé Césaire lleva de manera sutil por la oda al desencanto y la búsqueda sin creces que es poemario en sí: un clamor que funde lo mítico con lo cotidiano para declarar que el mundo ha sido un constante sumidero en la desesperanza. Y que, sin embargo, de fondo subyace una enorme afirmación de la poesía como vehículo para la construcción de otro mundo posible, esta esperanza soterrada sin mayores exageraciones pero siempre latente. Vuelvo a Adorno: tal vez no se trataba de dejar de escribir poesía sino de escribir otra poesía.

Una de las cosas que más amé de este libro es el deseo por abarcar una totalidad utópica. Me conmueve desde hace tiempo la concepción de la poesía como forjadora de monumentos poéticos y universos en sí mismos. María Baranda hace que en sus páginas confluyan los dioses griegos y los íconos sagrados del cristianismo, y me encanta sobremanera que presente constantemente un quiebre en lo que se espera de ellos, es decir: estos héroes y enormes personajes ejecutan acciones propias de su grandeza, pero también actividades cotidianas y meramente humanas. Zeus, el más grande de los dioses aparece para detener su pick up y sudar; Homero, el gran poeta de la antigüedad también existe para dejarnos claro que nada hay de loable en toda la fama que se le ha echado a cuestas; se encuentra barriendo las esquinas y ha cambiado, acaso también perdido, su capacidad de contar, narrar y sobre todo hacer que su voz declaradora persista en la historia.

Los poetas no son entonces tampoco los bardos sapientes que nos van a dar las pautas para nuestras vidas. La poesía tiene otras misiones, es pertinente y necesario asignarles nuevos ojos para nuevas épocas. María Baranda está derrumbando mitos. Nos dice que el viaje de Virgilio no es un pasaje mítico y ficticio, sino que es un andar actual que pertenece a todos. Da a entender que, por muy remotos que parezcan aquellos países y reinos de los que habla, son en realidad parte de nuestro tiempo. También afirma que la humanidad ha estado a la espera sin saber que aquello tan ansiado es nada, que el Paraíso es una quimera, que el infierno no es un castigo postrero sino un presente inevitable.


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Ecos de grandes poetas aparecen en la sutil intertextualidad que la autora maneja, ahí está Gorostiza y Muerte sin fin, ahí está T.S. Eliot y personajes iguales a sus hombres huecos. Junto a ellos, Baranda introduce una paradoja en apariencia irreconciliable: da importancia a la tradición poética pero también desdeña la figura de los poetas. En sus versos recoge la más fuerte declaración: el poeta ha perdido la fuerza y la voz. Sin embargo, existe la pregunta: ¿en verdad la ha perdido o sólo se ha desnudado en toda su autenticidad? Baranda afirma en sus versos que aquel bardo sabedor y transmisor no existe, el poeta verdadero está en los desechos de los cuartos de hotel. Y esto se aprecia en unos versos desoladores:

El poeta mintió

como un rumor antiguo entre los cañaverales

y los huertos de ablución en primavera.

Mintió a borbotones

y su mentira se quedó en las toallitas blancas del hotel

y el hábil monedero de una vieja tiritando de frío con su

pena

con una cuerda arropó el camino y sus mitologías

como si ése fuera su único fin,

su lugar de asedio en la invención del tiempo.

En Baranda existe la constante sentencia de lo decadente del mundo, y de verdad que este es uno de mis temas favoritos para la existencia. Encima me parece perfectamente bien trabajado el tema pues nos deja clarísimo que nuestro entorno no es sino un conglomerado inamovible de cadáveres, donde lo divino y humano no se encuentran divididos porque responden al mismo origen y al mismo destino: la podredumbre, la basura, lo insalvable.

Y sin embargo, hay que escribir poesía. Cuando tengo ganas de morirme regreso a la poesía, no porque me salve ni me haga sentir mejor, sino porque me da un aliento extraño de compañía y perseverancia. María Baranda propone en este bellísimo libro una actitud crítica hacia el mundo, pero en el fondo sabe que es necesario seguir escribiendo. Y esto, como pueden imaginarse, me llega hasta la médula y me hace pensar como Leibniz, que estamos en el mejor de los mundos posibles.

Dentro de las fauces de la nada, existe la veta abierta a la creación, porque Homero no ha muerto, sólo se ha convertido en un cantor de nuevas odiseas, Homero detiene el tráfico citadino que es también el mar y el desierto. El hecho de que el mundo antiguo y moderno se fusionen es una declaración de, a pesar de todo, vida (y otra vez esto es, como dijeran popularmente, “mi mero mole”). Aquí Baranda desafía la teoría de Adorno en la que sería una barbarie escribir poesía después de las calamidades, porque la poesía transforma esas calamidades, a través de la palabra, en universos totales, en otras visiones y otros oficios. Homero transforma el polvo, el polvo es un nuevo reino, una nueva luz.

El último apartado del libro tiene a bien titularse “Al final del amanecer”. Curiosamente, son los primeros versos del epígrafe elegido los que sirven para cerrar el libro, lo que sugiere una suerte de devenir cíclico que une principio y final. En esta parte confluyen una vez más la desolación y las palabras reunidas por el leve impulso de la fatiga con la esperanza imprescindible de una frase salvadora: “Vaya usted al Paraíso”. 

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