Pandemias en la literatura

pandemias en la literatura
Temor a lo desconocido, aislamiento obligado, un vértigo de emociones ante la incertidumbre, eso y más se lee en las pandemias en literatura. Foto: Pixabay.

A casi dos años de la que la OMS declarara como tal la pandemia por Covid-19, quiero reflexionar sobre un par de novelas que tienen el tema de la epidemia como centro y en las que hay similitudes con la terrible realidad a la que nos hemos tenido que enfrentar en los últimos meses: temor a lo desconocido, desconcierto, aislamiento obligado, miedo, un vértigo de emociones ante la incertidumbre y una forma brutal en que lo más humano y desesperado de nosotros se puede manifestar en situaciones extremas.

Estas novelas son bastante distintas a pesar sus coincidencias y creo que es justo por la diferencia que una me haya parecido enclenque y poco memorable y la otra fundamental y maravillosa. Me refiero, respectivamente, a Mugre rosa de Fernanda Trías (2020) y a El cuarto jinete de Verónica Murguía (2021).

En Mugre rosa una peste misteriosa azota una ciudad portuaria en la que la protagonista, como muy pocos habitantes ya, resiste. El hospital de Clínicas está saturado y ha dedicado sus espacios casi exclusivamente para tratar a los pacientes que ingresan a consecuencia de los efectos palpables de la plaga. Fernanda Trías nos coloca en un escenario distópico muy indentificable con nuestra realidad, un mundo con personajes hundidos en una lucha constante por sobrevivir. En la novela, el declive comenzó un día en el mar, en donde los peces fueron expulsados muertos a la superficie, y continuó manifestándose en una niebla misteriosa y dañina. Es un mundo que evidencia algunos temas cruciales; uno de ellos es la consecuencia del desequilibrio ecológico (los animales han muerto y la niebla es tan mortífera que ha contaminado los recursos naturales); otro es la complejidad de las relaciones humanas. Fernanda Trías lo pone en la mesa a través de la falta de instrumentos suficientes para la comunicación, la incertidumbre de no saber qué sucede con las demás personas aunque estén a pocos metros de distancia, el aislamiento de los enfermos y la ausencia de noticias certeras sobre algunos de los que se cree están internados en el Clínicas, pero de los que no se ha podido comprobar su ingreso.

El lector comienza a adentrarse en los allegados de la protagonista y va desenredando sus caóticas relaciones: con su exmarido, que se encuentra internado en el área de crónicos del hospital y a quien a pesar de todo no deja de visitar; con su madre, a la que lucha por ver (en taxis que escasean y que cobran ya el triple de lo usual) y con quien la relación no es la más cordial y hermosa; con Mauro, un niño del que está a cargo y que tiene un síndrome que le impide la saciedad y que lo hace comer todo lo que se le atraviesa.

Es cierto que Fernanda Trías encontró una premisa interesantísima para su novela, una que especialmente resuena con nuestros últimos meses de incertidumbre. Sin embargo, la autora flaquea en la narrativa y abundan los momentos de desconcierto a lo largo del libro. Los personajes en general carecen de fuerza e individualidad, pueden ser hasta intercambiables, a excepción de Mauro, que es el mejor definido por lo perturbador y lo grotesco, pero también por la ternura y la indefensión. La protagonista tiene momentos lúcidos y fuertes como la epifanía que vive al encontrar, por error, una alacena llena de comida real; sin embargo, le falta fuerza para consolidarse como el gran papel femenino que se nos presenta desde el inicio. Quedan a deber sus reflexiones sobre el desplome constante de su vida, sus abandonos o su dolor.

Ahora bien, El cuarto jinete, una novela que por estar enmarcada en 1348 durante el auge de la peste bubónica en Francia, podría parecernos lejana, aburrida y sin identificación con el mundo actual después de pasados tantos años. Sin embargo hay tanto de lo que ahí sucede que nos resuena como si se tratara de algo que acabara de suceder apenas. Esta novela está compuesta por muchas voces; Verónica Murguía decide hilvanar una suerte de coro que va dando su propia perspectiva ante lo que es esta terrible oleada de muerte. Alrededor de dos personajes principales, ambos médicos, la autora echa mano de narraciones o monólogos de gente del pueblo: campesinos, mendigos, enterradores, flagelantes, monjas, curanderas, niños, en fin, personas que habitan esta Francia apestada y al mismo tiempo hermosa que llegó a ser ícono de la civilización pero que entonces no era sino una gran cloaca llena de cadáveres por todos lados. Me parece fundamental cómo cada una de las voces elegidas son tan nítidas y tan reales que se quedan en la memoria; son personajes muy bien construidos y cercanos a pesar de la ubicación temporal y cada uno tiene formas distintas de hablar y de entender y comunicar su mundo.

Las intervenciones más hermosas de la novela están, a mi manera de ver, a cargo de Pedro de Hispania y su aprendiz Guy, que son los que enfrentan la enfermedad con toda la entereza y los ímpetus necesarios, y que demuestran en gran parte las flaquezas y prejuicios de la humanidad, pero también la virtud conmovedora de desear salvar vidas. A pesar de tratarse de médicos de siglo XIV sorprendentemente las similitudes con nuestra epidemia del 2020 son más contundentes que aquellas enmarcadas en Mugre rosa.

El cuarto jinete toma su nombre del Apocalipsis y la profecía de Juan de Patmos que anunciaba el fin del mundo con un jinete de nombre Mortandad que llegaría montado en un caballo bayo. Con un cuidado meticuloso de la historia y la documentación, este libro da cuenta no sólo de una excelente narrativa —bella, más bien, de una factura indudablemente hermosa— sino de una erudición tal que parece que ella misma fue testigo directo de todo lo que se vivió entonces. El libro cuenta lo que implicó la enfermedad físicamente en los seres humanos, de una manera cruda, real, dolorosa y totalmente descarnada pero al mismo tiempo medida y sin llegar a caer en lo burdo (de nuevo diría yo que hermosa); la narración transporta rápida y genuinamente a esa Francia apestada en cuyas calles se puede no sólo ver la muerte, sino oler cada una de las exhalaciones propias de los enfermos, los vómitos, las bubas explotando, los dolores y la eventual muerte, terrible e inevitable muerte de los apestados.

Además, Verónica Murguía da cuenta perfectamente de lo que era el mundo entonces, cómo eran los médicos, qué saberes tenían, qué diferencias existían entre los conocimientos de los médicos árabes frente a los católicos, cómo era la sociedad, a qué se dedicaban los hombres, las mujeres, cómo se entendía la religión, qué prejuicios existían en los pueblos y en los imaginarios de las comunidades, qué sentían los infectados y los no infectados, por qué pensaban que la peste era el fin del mundo y cómo reaccionaron ante esta premisa.

Lo que podemos aprender después de la lectura de El cuarto jinete es que como seres humanos seguimos siendo los mismos, aun cuando ahora ya sabemos qué es una bacteria o un virus y que la Tierra no es el centro del universo. Y a ratos pareciera que esto tampoco es un factor crucial. En la Edad Media, cuando todo se volcaba a Dios, era lógico atribuirle a él las calamidades y los castigos; en él residían todas las “explicaciones” del mundo. Pero es increíble cómo hoy en día líderes de naciones recurrieron a asideros verdaderamente medievales, como estampas protectoras del Sagrado Corazón como amuleto contra la enfermedad, o invitaron a la gente a probar remedios inservibles (como nos parecen ahora inservibles e innecesarias las sangrías), sin bases científicas, o proclamaron que los pobres y los buenos, si se seguían portando bien, no se enfermarían.

Como dato curioso y muestra de que la historia es caprichosa y gusta de repetirse, no me deja de parecer importante considerar que la mutación del SARS-CoV-2 que causó la pandemia por Covid-19 vino más o menos del mismo lugar que la peste bubónica y que también, al igual que ésta, se expandió a África y Europa gracias a la ruta de la seda y los comerciantes viajeros que traspasaron fronteras.

En Mugre rosa, dentro del Hospital de Clínicas las secciones se tienen que dividir para tratar exclusivamente a los contagiados por esta plaga extraña; así sucedió a inicios de la pandemia por la Covid, así también pasó con la peste bubónica; y ya no fue en los hospitales sino en los mismos espacios públicos donde se tenían que hacinar a los enfermos y posteriormente y a falta ya de cementerios, a los muertos.

Lo que podemos aprender de ambas novelas es que cuando sucede lo inesperado, cuando una plaga o una epidemia arrasa sin control con las vidas humanas, a veces aún teniendo la tecnología suficiente o el conocimiento o la inteligencia, el ser humano quedará a la deriva y además entrará también en un cataclismo personal que puede poner en jaque su existencia entera. Podemos aprender que en el fondo seguimos siendo seres humanos igualmente medievales y desesperados que luchan por salir bien librados de los apocalipsis.

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