Siempre me pregunté cómo tres personas tan diferentes nos llegamos a convertir en tan buenos amigos. Quizá era porque disfrutábamos de nuestras presencias y sabíamos que podíamos contar el uno con el otro.
Anahí era la fuerte de nuestro pequeño grupo. Precisa, siempre nos encausaba en lo que teníamos que hacer. Un alma noble que terminó por convertirse en una hermana.
Leo era el alegre. Siempre tenía una manera divertida de ver la vida y hacerte sentir que no todo tenía que ser tan malo. Y cuando la duda apretaba, tenía un buen consejo para salir del apuro.
Y yo, bueno. Yo siempre agradecí tenerlos como dos de mis mejores amigos de la época de la secundaria.
Los recuerdos vienen a cuenta días después de que Anahí me compartió dos fotos de aquella época.
No se lo dije porque las prisas del día a día me atraparon, pero las fotos generaron una de esas sinceras y largas sonrisas.
Y entonces recordé que cada tarde, al salir de la secundaria, nos esperábamos para acompañarnos a nuestras casas.
En el camino platicábamos de todo, de los últimos chismes de la escuela, de cómo nos había ido en nuestros respectivos talleres o de una que otra anécdota digna de ser contada.
Tras unos 20 minutos de caminata, llegábamos a la casa de Anahi. Generalmente nos sentábamos afuera y ahí pasábamos hasta dos horas más entre plática y plática.
Era tranquilizado tenerlos como amigos, saber que había dos personas con las que podía contar y a las que les podía contar mis sueños, esperanzas y dudas sobre el futuro.
Pero no sólo hubo pláticas. También tuvimos momentos graciosos, como la ocasión en que Anahi no tenía llaves para entrar a su casa y Leo tuvo que brincarse el zaguán para abrirle la puerta. Otros días también hubo tensión que sólo se logró disipar con más pláticas y un vaso de agua que Anahi que nos regalaba.
Después de conversar en casa de Anahi. Leo y yo seguíamos hasta las nuestras. Como vivíamos en la misma unidad habitacional, emprendíamos el camino en medio de pláticas variadas.
Uno de los momentos que más atesoro con ellos, es la excursión a Tlayacapan, Morelos. Creo que es justo ahí cuando Anahi nos tomó una de las fotos que me compartió.
Leo y yo estamos parados a un lado de una especie de horno. Él siempre sonriente y yo con mi cara de duda perpetúa.
La verdad no recuerdo si exista una foto que nos haya aglutinado a los tres. Ojalá que sí. Siempre es bueno mantener el imagen aquellos momentos que nos hicieron felices, por aquello de que la memoria luego traiciona e inventa u omite detalles importantes.
Creo que nunca se los dije, pero para mí fueron como dos hermanos. Dos personas que quiero, quise y querré por todos los tiempos; y que siempre agradeceré haberlos conocido y compartido cada una de esas mágicas tardes de tercer año de secundaria.
O quizá sí se los dije.
PD: Quizá un día les cuente sobre la mítica libreta de reportes.
excelente recuerdo, lindo de contar