Su canto siempre me.ha parecido desgarrador. Y curiosamente lo encuentro los días en los que salgo a caminar para toparme con la nostalgia.
Carga una bolsa de yute y un vaso de unicel donde la gente deposita las monedas. Va a paso lento, con su voz ronca, llena de la añoranza propia de las pérdidas, quizá por eso logra tocar parte de mí.
Le creo lo que canta. Siento cada una de las palabras de su boca y me es difícil no imaginar qué le habrá pasado.
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Quizá le canta a su pareja ya fallecida, a algún hijo o hija que se marchó para siempre o a aquella compañera que se fue una noche de otoño, o una tarde del lluvioso verano.
O quizá solo le nace cantar porque esa canción le recuerda a su infancia, a su familia o a la persona que lo hizo feliz.
“Porque todo cambia en esta vida, pero mi cariño no ha cambiado”, dice, mientras su voz se desgarra, como si el dolor le saliera del corazón para terminar en ese grito que duele, que arrastra a sentir su dolor, su pérdida, la ausencia que le duele.
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El metro llega a la siguiente estación. Abre sus puertas y ahí está él, a paso lento, saliendo de un vagón para entrar a otro y volver a cantar.
Y es que sí, todo cambia en esta vida, pero hay algo que no se va, ese cariño que nace en el corazón, se aloja en el alma y persiste hasta la eternidad.