Entrené a uno de los búhos del Sanborns
para que les sacara los ojos a mis enemigos.
Peleé mano a mano con el feroz cocodrilo
de una playera, estilo polo, de Lacoste.
Perdí dos dedos en la batalla, pero él perdió la vida.
Envenené la colorida manzana de Apple
y convencí a mi esposa de darle una segunda mordida.
Asesiné a mi mujer porque siempre fue más bella que yo.
Instigué una revolución armada para conseguir
la abdicación de una envoltura de Carlos V.
Después la apuñalé por la espalda con una daga
y me puse su corona aún bañada de sangre.
Una noche, se me apareció el fantasma de un empaque de Bubulubu
y me pidió, con tono severo, que vengara su muerte.
Días después, terminé en una fosa ajena,
sosteniendo el cráneo de una Paleta Payaso que presagió,
con su inmovilidad, la muerte de todos a mi alrededor.
Obligué al Doctor Simi a robar un riñón y trasplantármelo de inmediato.
Para abrirme el cuerpo usó un machete vestido con una botarga de bisturí.
Por desgracia, el órgano que colocó en mí, era también un monigote,
se trataba de un bazo con una botarga de riñón.
Hace poco, dejé abierta la ventana del logo de Windows,
un tipo desquiciado entró a mi cuarto
y se llevó para siempre a mi hijo recién nacido.
Desde entonces, el pájaro azul de Twitter
se ha posado en mi antiguo busto de Palas Atenea.
Sin mover una pluma, repite una y otra vez, a todo pulmón:
#Nunca más, Nunca más, Nunca más.
Anegado de culpas, escalé las montañas del logo de Toblerone.
Ahora miro el abismo acartonado y amarillento
convencido de que mi única posibilidad es el impacto.
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