Por Emiliano Villalba
No tuve nada qué decir. Estaba hecho. Te habías ido.
Esta mañana no fue diferente a las anteriores. Quizá dormí mejor, ya nadie roncaba en la casa. Serví café, vi las noticias. La rutina sin ninguna alteración. Salí de casa.
Crucé la calle y con ahínco llegué a la entrada del metro Insurgentes, la glorieta estaba completamente vacía. Algo extraño porque era lunes. Extraño porque siempre te quejabas de que había tanta gente en la calle. Dichoso porque llegaría a tiempo al trabajo. En el vagón tampoco había gente. Sonreí, pensé que esto debía ser algo tan bueno para ser real.
En el trabajo alguien había ocupado mi puesto. Recordé lo que me dijiste aquel día cuando lloraba en mi almohada: “algún día alguien estará en tu lugar, y sabrás cuánto esfuerzo haces” tal vez la alegoría de una persona sentada en mi lugar no representaba aquél dicho que dijiste, pero se acercaba un poco . No hubo rencores: tomé una silla y me acomodé al otro lado de la habitación.
En la oficina había un silencio espectral. Casi inhumano. Mis compañeros miraban la pantalla, todo era un trabajo mecánico. Yo no lograba concentrarme. A pesar de saber que ya no te volvería a ver, seguía representando tu sonrisa en mi cabeza. Taladro que hizo que me doliera hasta la hora de salida.
En la calle nada. En mi oficina ni notaron que estaba ahí, ni el chico nuevo pudo saludarme y disculparse por haber tomado mi lugar. ¿Molesto? Un poco, nada que no se pase con un buen baño y cervezas por la noche. Pasó un rato, llegué a casa. Todo estaba como lo había dejado en la mañana.
El cielo anunciaba una tormenta. Confirmé el rumor. Irías al bar que frecuentábamos con la nueva persona que (también) ocupaba mi lugar. No lo tomé a mal ni por sorpresa. Después de lo que pasó… hasta yo me hubiera conseguido algo mucho mejor. Nada nuevo, siempre pasa. Tropecé con un libro de Rosario Castellanos. Quise huir. Lo mejor fue que me vestí, me puse mi gabardina verde y salí hacia ese bar.
Ya sé, no quería incomodarte. Ni mucho menos armar una escena de celos. Sólo tenía curiosidad por saber quién era y si te hacía feliz como yo lo hice. La calle vacía, sonreí. Caminé hacía Reforma y tomé el autobús que me deja en metro Hidalgo. Fue curioso que en el bus sólo viajaba yo y que el conductor parecía algo transparente. Quise explotar al recordar todo lo que habíamos hecho hace casi ya dos años de haberte conocido.
Nada. Absolutamente nada. Quizá te sorprenda que recalque este vació citadino que me acompañó todo el camino. Pero, en realidad, no sabía qué pasaba y tampoco sabía por qué no había gente. No temí, me sentía tranquilo. Tampoco me angustié porque al fin podía disfrutar la ciudad vacía, sin nadie, tal como a ti te gustaba.
Llegué a Bellas Artes y ahí vi a personas pero todas en silencio. Sólo se oía el soplar del viento y las hojas de los abedules moviéndose. Tenía frío. Hacía frío. Caminé. Entré en calor. Mis venas bombearon más rápido al llegar al bar en la calle de Cuba.
Empezó a llover. Te vi entrar con él. Lo sé: es estúpido haber venido, pero tenía que verlo con mis propios ojos.
Me han dicho que es tu nuevo amigo. E incluso me he preguntado si te ama tanto como yo lo hice. Ya está, no hace falta explicármelo. Puedo verlo. Temo que bailaré toda la noche sin que te des cuenta que estoy ahí. Rimel, tequila, diamantina. Entré al bar y me perdí entre la gente que bailaba callada, sin expresión en su rostro.
Choqué con varios amigos que no parecieron reconocerme. ¿Tan mal me veo? ¿Hace mucho que no te veía? ¿Cómo estás? Tan lejos y tan cerca. Las luces se apagan y la música sube. Estaba parado del otro lado de la gran sala de baile. Te vi besarlo. PUM. Comencé a bailar. Solo. No me importaba que nadie me viera, comprendí que esa noche yo no sería a quien llevaras a casa y le hicieras el amor.
Desaparecí. Sé que eres feliz y me aparto. Debí haberme ido esa noche. Debí haberme ido cuando lloraste por mi cuerpo inconsciente. Debí haberme ido cuando supe que ya no volvería. Fuiste tú quien se fue. Aún me siento vivo, aunque esté tres metros bajo tierra.