Esa noche apenas pude dormir. Entre sueños veía una bestia que cambiaba de forma cada vez que volteaba. Era un perro sin pelo con cola de gato en un momento, y en otro, era un pájaro de dos cabezas cuya mirada roja me dejaba inmóvil.
Recuerdo que trataba de salir de un lugar muy parecido a la casa, pero sólo encontraba muros en vez de puertas. La bestía volvía a cambiar mientras me perseguía. Producía sonidos de puercos en matadero, y en momentos, sonaban risas de niños que retumbaban como eco en las paredes.
Por un momento, el engendro desapareció de mi vista. Aproveché para salir tan rápido como daban mis piernas pero antes de llegar a la puerta, me tropezaba con un hoyo en el piso. El ambiente se ponía denso y lo único que se veía claro era la esquina de la sala de donde la bestía mutante salía desesperadamente, sus brazos, ahora como de simio con enormes garras de lobo, trozaban el muro. Me levantaba rápidamente pero al abrir la puerta, ahí estaba. Un error de la naturaleza con forma humanoide que me tomaba de la cara y abría su hocico para devorarme. Entre sus fauces, había pequeñas cabezas ensangrentadas que rezaban mi nombre.
Me desperté mucho antes de lo habitual. Salí corriendo de mi recámara para tomar un poco de agua y eliminar la pesadilla. Crucé el pasillo que dividía los cuartos de mis padres y mi hermano, cuando antes de llegar a mi recamara vi a mi mamá. Estaba parada frente a un muro viendo una foto de nosotros. Me quedé tiesa por unos instantes.
–¿Mamá?– pregunté sin recibir respuesta.
–¡Mamá!– grité de nuevo.
–Ahí están todos– susurraba mi madre.
Mi reacción fue voltear a la imagen. Era una foto que nos tomaron a los cuatro afuera del Expiatorio, unos minutos antes de ir rumbo a la capital. Cuando mi mirada volvió hacia ella, su cuerpo había desaparecido. Caminé rápidamente hacia su cuarto y ahí estaba, dormida, roncando como si nunca se hubiera levantando.
Para siempre parte I.