“Vámonos Luisa, ya empezó a llover y el tráfico va a estar de a peso”, le dijeron sus compañeros a la empleada de gobierno.
La robusta joven apresuró el paso. Guardó los cosméticos y un chocolate mordido. Alcanzó a sus amigas en la entrada del edificio y se cubrieron con el paraguas de una de ellas.
Sentadas en la parte trasera del autobús, dos de ellas platicaban los chismes y trivialidades de la oficina: desde la nueva amante del jefe hasta la vestimenta de las agraciadas y las no tanto.
Luisa aprovechaba las pausas para probar su golosina empezada y con una discreta mirada alcanzó a notar a un hombre de traje sentado en el asiento derecho del transporte.
A causa de la fuerte granizada, el avance de los coches era más lento de lo normal. La morena oficinista ya no seguía poniendo atención a la plática. Le llamaba más la barba cerrada del otro pasajero y prefería mirarlo. Siempre le gustaron los hombres barbados. Aunque estaba cómoda con ver al tipo, el sueño atrasado de días anteriores cobraban la factura y un cabeceo repentino traicionaba su equilibrio.
Conforme el autobús avanzaba, perdía pasajeros pero no los suficientes para que todos fuesen sentados. En un semáforo a pocas cuadras de la estación de metro donde las tres compañeras bajaban, dos tipos subieron y un grito histérico adelantó lo que ya se esperaba:
—A ver jijos de su puta madre, aflojen los teléfonos y carteras o se los va a cargar la chingada—, gritaba el sujeto armado mientras el acompañante despojaba de las pertenencias a todos.
—Tú sigue manejando culero, y cuidado y te pases de pendejo porque te carga la verga—, amenazaba al chofer sin dejar de apuntar a los demás.
El sueño de Luisa salió corriendo y ella también quiso hacer lo mismo pero no podía. El pánico era igual de intenso que el de sus amigas.
—Cálmate Vero, ahorita se bajan— trataba de consolar a su compañera que tenía un tremendo ataque de pánico.
Mientras la calmaba, veía cómo la pierna del joven sentado a su izquierda temblaba de forma incontrolable.
—A ver cabrón, dale baje a esa pinche gorda culera y a la pendeja que ladra como perro. El cómplice, bañado en sudor, atendió enseguida la orden y fue hacia el asiento.
De pronto un estallido estremeció el camión y Luisa ya no pudo contener los gritos. El tipo encapuchado cayó justo frente a ella, inundó con sangre sus botas y el terror la dejó petrificada.
Tres disparos se volvieron a escuchar y el primer asaltante ya no pudo bajar. Su cuerpo quedó tendido en los escalones de la puerta de subida. Los gritos enmudecieron la tormenta y una voz madura alcanzó a decir: “Váyase antes de que llegue la policía. Aquí nadie lo va a denunciar”.
El hombre abandonó el camión. Luisa alcanzó a ver su traje negro y cómo caminó en sentido contrario de la calle. El chofer orilló la unidad y pidió a todos no delatar al anónimo. La gente se bajó y poco a poco la calma llegó. “Qué bueno que los mataron. Es la tercera vez en el mes que me roban”, confesaba una señora a otra.
Luisa trataba de no recordar la situación. En cuanto pudo metió en un charco su pie derecho y limpió la sangre del asaltante. Recordaba la cara del sujeto. Era muy joven, casi un adolescente. “Se notaba muy nervioso. A lo mejor era su primera vez”, se decía a sí misma.
Entre las víctimas del robo, alcanzó a ver al hombre de barba. Lo miró con desprecio. Creyó que él sería el salvador pero en vez de eso estaba arrinconado, al borde del llanto.
—Tranquilas chicas. No nos quitaron nada.
—Eres muy valiente Luisa—dijo Verónica.
—Seguido me pasa. Por eso ya sólo traigo un celular barato y lo justo para mi pasaje, escondido entre el brasier para agarrar otro camión. Lo malo de todo esto es que nos tenemos que esperar hasta que llegue la policía y no quiero. Ya estoy muy cansada y mañana tenemos mucho trabajo.