Reportaje

–A ver, repite todo desde el principio.

—Pero oficial, ya le dije a su compañero que yo no soy el responsable.

—No te pregunté si tú fuiste el culpable, te pedí que repitas cómo fue. Es la única forma en la que te puedes librar de este problema.

—Está bien.

 

Todo empezó por la televisión. A decir verdad no la enciendo muy seguido pero en esa ocasión me llamó la atención una mancha que escurría. Parecía una especie de baba con ligeros tonos en rojo. Recorría el borde del LCD y terminaba justo antes de llegar al panel de los botones. Tardé mucho tiempo en removerla porque a pesar de notarse seca, se mantenía viscosa.

 

Días después empezaron a ocurrirme situaciones fuera de lo cotidiano. A plena luz del sol, el foco de la cocina se movía como un péndulo. A la fecha sigo creyendo que era una corriente de aire o los pasos de mis vecinos.

 

Fue una etapa muy molesta, porque además de eso, objetos como mis llaves o la cartera, se caían; no importaba qué tan lejos de la orilla estuvieran, se azotaban con mucha fuerza. No le tomaba mucha importancia porque estaba en la investigación de un reportaje para denunciar a un grupo dedicado al tráfico de menores de edad.

 

Este grupo fue detenido por Ecatepec en el momento en que le sacaban los ojos a un pequeño de cinco años. Muchos medios sólo se limitaron a difundir la captura de estos tipos y a dar unas cuantas cifras de sus víctimas. Al menos 18.

 

Las cosas empezaron a empeorar cuando busqué la entrevista con el líder de ese grupo. Aquel día, sólo el cristal de mi ventana se partió por un fuerte aire, además, del baño comenzó a salir un aroma a piel quemada. Cuando salí para verlo en el reclusorio, el mismo aroma me seguía. Estaba impregnado sobre mi ropa. Al llegar con el tipo condenado a cadena perpetua, me miró de una manera retadora, casi sarcástica.

Me senté frente a él y sin decirle nada me dijo: “No tienes idea de lo que preguntarás, ¿cierto?”. Me quedé tieso porque a pesar de haber memorizado el caso, en efecto no sabía por dónde empezar. Aun así traté de no mostrarle mi sorpresa.

 

—Dígame, señor Ortiz ¿Qué lo motivó a…

—El mal.

—Quiere decir que…

—Fue un tributo al mal. Se lo debíamos y estábamos deseosos de probar nuestra devoción. Ustedes se creen inmunes, pero su Dios los ha abandonado.

 

Y soltó una carcajada para después golpearse contra la mesa hasta despedazarse los dientes y el tabique. Los guardias llegaron para detenerlo pero su cara la había convertido en una figura de plastilina. Más que golpes, sus lesiones lucían igual a quemaduras de tercer grado y sus ojos estaban totalmente negros, pero con la textura de pasas podridas.

 

Salí corriendo para poder hablar con los padres del niño, ahora ciego de por vida.

 

Al llegar su casa en la calle de Monterrey, nadie abrió. Estuve cerca de media hora, pero no hubo respuesta, sólo los pisadas de un animal que se acercaba y olfateaba cada vez que tocaba el timbre.

 

Fui a mi departamento para tratar de escribir mis avances, pero constantemente tocaban mi puerta. Creí que era algún bromista pero por más que intenté, no logré atraparlo.

 

Estaba desesperado y salí por un par de cigarros y una coca para mantenerme despierto. Ya de regreso, justo una calle antes de que yo llegara, un pequeño carrito de fricción salió de una puerta, tras él un niño pequeño. Se detuvo y cuando tomó su cochecito, volteó hacía mí. Quedé perplejo al mirar al chiquillo desollado de la cara y sin ojos. Me sonrió y me dijo “Sigue adelante, te estás acercando”.

 

Corrí incrédulo ante tal situación. Quise olvidar aquella imagen pero no podía. Su rostro, rojo como lava volcánica se había impreso en mi pensamiento. Jamás olvidaré el estampado de conejito en su playera verde.

 

Me quedé despierto hasta pasadas las cinco de la mañana y algo me motivó para regresar a la morada de la última víctima. Estaba consciente de mi imprudencia pero no pude resistir tener al menos un contacto con los padres. Al llegar a su casa, el zaguán estaba entreabierto desde antes de llegar noté cómo se abría y cerraba muy despacio. Me detuve para tocar, pero volví a ver la misma acción. Tres veces se cerraba y abría con mucha precisión. Cada parte de mí se estremeció y había optado por retirarme lo más rápido posible. Sin embargo un grito histérico me envalentó y abrí la puerta. Sobre el pasillo yacían tres cuerpos irrigados con sangre. Era el pequeño y sus padres. Una voz como suave viento me susurró “llegaste tarde, será mejor que hullas”. Mi primera reacción fue largarme pero la puerta se azotó con tal fuerza, que dobló la chapa principal. El viento gemía y del piso se escuchaban cómo los cuerpos se arrastraban queriendo llegar hasta a mí. Jalé con tal fuerza que corté mis manos hasta que pude abrir.

 

Ahí fue donde los patrulleros me detuvieron y me trajeron aquí.

 

—Tengo una duda.

—Le juro que es toda la verdad.

—Shh. Dices que el niño que viste esa noche tenía una playera de conejos.

—Sí.

—Su cabello era negro y quebrado.

—No tengo idea. Estaba oscuro y no veía nada.

—De casualidad no es el mocoso de esta foto.

—Sí, creo que es él. ¿Por qué tiene una foto del pequeño?

—Por una sencilla razón. Es mi hijo. Se llama Diego y tiene dos años de muerto. Lo ofrecí en tributo como una manera de conseguir mi ascenso; y sabes algo: funcionó.

 

Ahora tú, reporterito verás de cerca lo que comúnmente se le conoce como rito satánico. En cuanto a la miserable familia que viste, digamos que se opusieron a que termináramos con nuestra misión. Por cierto, las patitas que escuchaste, eran de su maldito perro. Me mordió pero compartió el destino de sus dueños.

 

Ahora tú, reporterito de cuarta, verás de cerca lo que comúnmente se conoce como rito satánico. Llévenselo muchachos y asegúrense de que no se desmaye hasta terminado el ritual.

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