Ritual de adiós

Ritual de adiós
Sé que esta historia no será. Foto: Ri_Ya/Pixabay.

Agotada, llegó a casa. Si hubiera sido otro día, se habría tirado en el sillón a descansar, pero no podía, tenía que hacer aquel ritual de adiós.

Dejó la mochila en el piso y el bolso negro en el sillón. Encendió la luz de la sala mientras, con los ojos, buscaba las sandalias. Las botas se quedaron frente a la puerta, pues desde hace meses había adquirido la maña de dejar los zapatos ahí, por si un día necesitaba salir corriendo de casa y dejarlo todo atrás.

Envió el mensaje a su mamá para decirle que ya estaba en casa. Se dirigió a la cocina y buscó la cajita donde había guardado las velas aromáticas que le habían regalado en un cumpleaños.

Sumergió las manos en la caja, en busca de aquella vela roja con aroma a canela. La encontró en una esquina, al fondo, junto con una carta de un amor pasado.

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La curiosidad le picó la memoria, pero se resistió. No era una noche para sumergirse en recuerdos, o sí, pero no en los de aquella época.

Apagó las luces de la cocina y la sala y caminó hacia su cuarto. Miró la cama acomodada, los peluches extendidos por todo el espacio, sus gorros de otoño e invierno, se extrañó y lanzó un suspiro que sabía tenía nombre y rostro.

Tendió un tapete en el piso. Sentada, sobre él, comenzó a sacar tres velas, entre ellas la roja con aroma a canela. Las acomodó en el piso y antes de encenderlas, se puso los audífonos para escuchar la canción que la había acompañado en los últimos días.

Si quieres marcharte, da la vuelta corazón, que nadie va a estorbarte. Recuerda que fuiste feliz, ya no es tu misión cuidar mi cicatriz“, tarareo al ritmo de aquella voz que tanta tranquilidad le daba.

Si ella fuera compositora, esa es la canción que habría querido escribir.

Encendió las velas. Cerró los ojos. Dejó que sus oídos se llenaran con la música y materializó aquella cara, aquel cuerpo, aquel nombre, aquellas sensaciones que experimentaba cada que se le acercaba, que le hablaba, que le daba esperanzas de un encuentro de dos, de un intento de sentir que el amor nacía.

Pero sabía que eso no iba a suceder, porque cada que la luz de la mañana parecía alumbrar su historia, la sombra del no y su ausencia se cernía sobre ella.

Por eso tenía que hacer ese ritual del adiós que se le había ocurrido al ver una película, en una tarde que dejó que el algoritmo del servicio de streaming le recomendara algo para desconectar su cabeza y no pensarle.

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Trató de concentrarse. Céntrate en el presente -dijo para sí-, mientras sus ojos cerrados evocaban la tarde en que sus manos se tocaron por primera vez y que parecía que no querían separarse.

Una lágrima le rodó por la mejilla. Se mordió el labio y ese ligero dolor la devolvió al presente.

Exhausta, sacó del pantalón la carta que había escrito, mientras reposaba la comida en su descanso del trabajo.

“Siempre le agradeceré a la vida haberte encontrado y conocido, que me haya dado la oportunidad de coincidir y sentir que el amor renació en mi interior.

Me salvaste cuando caía al abismo, me escuchaste en los momentos en los que el llanto era mi respiración y me prestaste tus hombros y oídos para que mis pensamientos y sentimientos no terminaran en el olvido del silencio

Te amé y todavía te amo, pero sé que esta historia no será. Quizá no era nuestro momento o simplemente hay amores que están destinados a no ser, a pesar de que por momentos creía que así sería

Por eso, con este ritual de adiós, me despido del amor que tengo, a toda esta necesidad de saber de ti, de querer caminar de la mano a tu lado, de besarte cada que llegues a casa, de abrazarte cuando sienta que el mundo termina conmigo.

Le digo adiós a quien fui y a quien te buscó para que tuviéramos una historia sin fin.

Hoy te suelto y me suelto. Hoy renuncio a verte como el amor que quise para mí y que sin serlo, me salvó e hizo feliz”.

Suspiró. Dejó que las lágrimas le cayeran sobre las mejillas y cantó:

“Si quieres marcharte, da la vuelta corazón, que nadie va a estorbarte. Recuerda que fuiste feliz, ya no es tu misión curar mi cicatriz”.

Una corriente de aire apagó dos velas, menos la roja con aroma a canela. El teléfono se encendió. Era su nombre, su bendito nombre…

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