Por: Guadalupe Fernández Escobedo
Parece que aún escucho tus gritos y tus histerias porque no guardaba, como tú querías, mis plumas de colores. Te veo despertándote a las seis de la mañana para barrer el patio, aun cuando tu casa estuviera construida sobre terracería y no se pudiera hacer nada para mantenerla realmente limpia. Siento el frío matutino cuando me despertabas, para que te ayudara a poner todo en orden. Me llamabas floja, contestona, malcriada. Sepa Dios cuántas palabrotas no te habré dicho yo para ver si con eso te callaba la boca, pero ningún término te definía de verdad.
Como nunca me permitiste decirte por tu nombre, nunca supe cómo llamarte. Incluso, hasta ahora no sé cómo hacerlo.
Recuerdo cómo deseaba tener una amiga a quien contarle lo que no podía decirle a mi mamá. Esperaba que me mimaras, que me dijeras que era adorable o que te interesara un poco lo que habría aprendido en la escuela. Una persona que me leyera cuentos y que no se molestara cuando yo escribía, porque “era una pérdida de tiempo”. Necesitaba a alguien que me preparara un chocolate caliente y que yo pudiera decirle como el nombre de la caja: abuelita.
Así viví con la imagen tuya de una mujer déspota y desequilibrada. Una persona amargada porque no había tenido oportunidad de ser libre, de decidir qué quería, de desprenderse de un hogar, de 12 hijas y de las labores interminables de un claustro. Nunca supe entenderte ni tampoco intenté hacerlo.
Aprendí a callar cuando te dirigías a mí; a ignorarte cuando fuera necesario; a perder la batalla contra ti porque eras lo más sagrado de mi propia madre. Trataba de no decirte ningún apodo, palabra cariñosa o adjetivo, por temor a que te molestaras. Cuando tenía que hacerlo me quedaba con un “disculpe, usted” y se me hacía raro que alguien se dirigiera a ti de otro modo. Quizá por eso no supe cómo reaccionar cuando recibí la noticia.
Después que mis padres fueron a visitarte, mis hermanos y yo preferimos quedarnos a resolver nuestras actividades académicas y laborales, abrí el mensaje de texto que mi padre envió, después de tantas llamadas perdidas que no escuché con anterioridad, decía: “Lupe, lamento informarte que mamá Trini ha fallecido”.
Me quedé muda, sin expresión. No estoy segura qué era lo que pesaba más: la impresión de la noticia o la relación de ésta con tu nombre y el cariño con el que mis padres se expresaban de ti. De pronto hubo una revolución: sentí que te extrañaba. Nunca supe por qué; sigo sin saberlo.
A partir de ese momento, con los ojos humedecidos de recuerdos, dejé de imaginarte sólo con tus defectos. Ahora incluyo la forma en que podías unir a toda la familia. La fortaleza, como nunca la había visto, de una mujer que no se dejaba amedrentar por nadie, mucho menos por mí. La forma en que pretendías tener todo en orden a pesar de las dificultades, a pesar de mi caos. Tu manera de tener fe, de expresarla todas las mañanas mientras arreglabas la casa.