Los dueños del fuego

En lo más profundo de sus entrañas, la Ciudad de México alberga muchos rincones y recovecos donde la vida citadina se desarrolla y toma formas que muchas veces desconocemos, como con los dueños del fuego. Estos puntos donde las grandes y transitadas avenidas se entrelazan, llamados cruceros, albergan personas que se tratan de ganar el pan a diario, vendiendo chicles y cigarros, bebidas energizantes y toda clase de productos que los automovilistas pueden comprar en el tiempo que el semáforo cambia de color.

También, existen personas que hacen otro tipo de malabares para ganarse un peso, aquellos que esquivan autos, manipulan pelotas en las alturas, sobre los hombros de alguien mas, o escupir llamas por la boca… Estos últimos, conocidos como “lanzallamas”, son los dueños del fuego por el tiempo en que el color del semáforo cambia de rojo a verde.

Esta es la historia de los lanzallamas, los dueños de fuego.

Una noche de viernes me quedé, en uno de tantos cruceros de la ciudad, con mi cámara lista para capturar el momento en que las llamas iluminan la calle; empecé a disparar y uno de los dueños del fuego, notó mi presencia, se me acercó sorprendido e incluso maravillado y tuvimos una breve charla.

—¿Para qué son las fotos? ¿En qué canal vamos a salir? -me preguntó.

—Es para un reportaje, pero no aparecerán en la tele —respondí y aunque no quería decepcionarlo, creo que así fue. —Lo único que puedo prometerte es que publicaré sus fotos en las redes sociales y quiero captar el trabajo que hacen con las llamas.

—¿Puedes tomarme unas fotos a mí también lanzando llamas? En siguiente semáforo —preguntó

—Claro que sí -respondí.

Así capturé algunos momentos del trabajo, pero también de la cotidianidad de estas personas que no temen al riesgo de meter diesel en sus bocas para después escupirlo en forma de fuego. Los amos y dueños del fuego nocturno, arriesgando la salud y exponiéndose a las inclemencias de esta metrópoli, estos manipuladores del fuego y acróbatas de las calles se ganan así la vida, sorprendiéndonos diariamente con esas llamaradas que nos hielan la piel.

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