Era 1998. El verano. Los ojos y el sueño de México estaban posados en el estadio de Montpellier, Francia. El tricolor de Manuel Lapuente se jugaba el pase a cuartos de final ante Alemania.
El cuadro verde daba esperanzas. Sus actuaciones en fase de grupos lo habían mostrado como un equipo capaz de levantarse de las adversidades: victoria ante Corea del Sur tras ir perdiendo por 1 a 0; empate con Bélgica a dos, con una joya de Cuauhtémoc Blanco; y empate de último minuto frente a Holanda.
Enfrente estaba Alemania y toda la historia del entonces tricampeón del mundo. Soportados en la efectividad de Jürgen Klinsmann, Oliver Bierhoff y la solidez defensiva de Lothar Matthäus, los alemanes buscaban los cuartos de final.
El juego fue ríspido. México no huyó del combate. Se guareció. Atacó con latigazos que buscaban la rapidez de Luis Hernández y Francisco Palencia; el medio campo era controlado por un joven Pavel Pardo y un Blanco que deslumbraba.
Sin embargo, las porterías no se abrieron en los primeros 45 minutos del duelo.
Al 47 de tiempo corrido, “El Matador” cedió a Blanco. El 11’ tricolor enganchó y filtró la pelota a la llega de dos mexicanos. El esférico rebotó en la defensa y Hernández se dio cuenta.
“El Matador” siempre destacó por ser un jugador rebelde. Se movía por todos los sectores del campo y cuando arrancaba, no había poder humano que lo detuviera.
entonces, tomó la pelota. Aceleró. Se quitó la marca de dos defensas y sobre la salida del portero sacó un potente disparo que perforó la red.
Corrió como loco, con los brazos abiertos, como si no creyera que a México le acababa de dar una ventaja inesperada.
Gol, gritaron los aficionados tricolores en Francia y en México. Las esperanzas de ver la mejor actuación del combinado tricolor en Mundiales se materializaba. México, soñaba.
Minutos después, “El Matador” la tuvo. Frente al arquero alemán no pudo conectar con fuerza el balón y la esperanza tricolor comenzó a esfumarse. Algo se rompió, el sueño se aproximaba a su fin.
El fin del sueño mexicano
Una de las múltiples definiciones del futbol establece que es un juego de once contra once que siempre ganan los alemanes. Los que saben, dicen que a los teutones hay que rematarlos cuando se te presenta la oportunidad, sino se levantan y te aplastan.
Y así fue. Un centro por la derecho terminó en las piernas de Raúl Rodrigo Lara, el entonces jugador del América no pudo o supo despejar y la pelota quedó a merced de Klinsmann, el eficaz delantero se encontró un dulce que no dudó en devorar.
Alemania empataba y México veía cómo al 74’, su ventaja se esfumaba. Agarrado de la esperanza del calor como factor de desgaste europeo, los tricolores se atrincheraron, olvidándose de que la posesión del balón es fundamental si se quiere triunfar en la alta competencia.
Faltaban cinco minutos para el final. Otro centro voló desde el sector izquierdo. Esta vez no hubo rebote, pero sí una desatención defensiva que Bierhoff no dudó en aprovechar. Se anticipó a la marca y cabeceó como si le fuera la vida.
Jorge Campos trató de evitar la catástrofe, pero era tarde. Alemania le daba la vuelta al partido.
Sin la fuerza necesaria, los últimos minutos se diluyeron entre el calor del verano francés y la frustración mexicana. El silbatazo sólo se convirtió en la sentencia ya conocida: la eliminación, nuevamente, en octavos de final.