Hace 12 años que conocí la prosa de don José Emilio Pacheco. Lo recuerdo, (no con la precisión que quisiera), porque una profesora de Español en la secundaria, a quien apodábamos “La Pichón” a causa de lo inflado de sus cachetes, nos dejó leer una de las obras que de aquí a mi entierro llevaré presente: “El principio del placer”. Fue una revelación que fundó las bases de mi devoción a cada carácter de su prosa.
Un año más tarde llegó a mi mano “Las batallas en el desierto”; toda una epifanía que sin duda vino a demostrarme que una novela no debía ser kilométrica para ser un clásico y que, en buena medida, es responsable de mi gusto por la lectura e intenciones por seguir ese humilde estilo de escritura.
De eso ya pasaron algunos años y épocas, donde, incluso, en algún momento de estupidez combinada con inmadurez, llegué a pensar que odiaba la literatura. Cretino de mí. Mas nunca mi pasajera aberración alcanzó a José Emilio; todo lo contrario, comencé a leer la poesía y distintas obras del ganador del premio Príncipe de Asturias en 2010 y de una veintena de reconocimientos a su irreemplazable talento.
Quién diría que una persona con vocación de escritor desde temprana edad, cuya carrera de derecho en la UNAM abandonó como consecuencia de esa pasión desbordada por escribir en cuanta revista se lo ofreciera, incluyendo México en la Cultura, La Cultura en México, Siempre!, Diálogos, Revista mexicana de literatura, por mencionar algunas, sería mi maestro a distancia en tiempo y espacio, sólo que él nunca lo supo.
Aquel ensayista, narrador, cuentista, traductor y guionista, que me volvió cómplice de Carlitos, y de paso un enamorado más de Mariana, al llevarme a través de la máquina del tiempo de su literatura, mostró tanto a la ciudad como a la colonia Roma, mi hogar, de una manera que ninguna foto supera. Él fue la excepción a la regla, donde sus mil palabras, superaron un millón de fotos.
A pesar que ya no está con nosotros, este 30 de junio seguimos festejando al cumpleañero. Hoy sería el onomástico número 76 de uno de los tantos amantes de la Ciudad de México; esa musa a quien dedicó pensamientos y letras que se batirán en duelo con las estrellas por ver quien permanece de cara al tiempo. Lo recordamos para siempre, querido general del desierto.