La casa de los abuelos

La casa de los abuelos

Por: Juan Pedro Salazar
@juaninstantaneo

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He vuelto al sitio donde crecí, me hice y formé: la casa de mis abuelos. Salvo pequeños cambios, la esencia persiste. No es que pasara mucho tiempo sin visitarla, sólo que hoy lo miro con otros ojos, con aquellos que están reservados cuando la nostalgia comienza apoderarse de nuestros sentidos, de nuestros años.

 

Bajé de la bicicleta que el abuelo nos había regalado, aquella de manufactura alemana y placas del municipio, me paré frente a la puerta azul y me dispuse a jalar el lacito de alambre que sostiene la campana. Cuando era niño, aquel tintinar anunciaba la llegada de papá. Hoy hacía el llamado para que mi abuelo saliera y abriera la puerta.

 

Su abrazo me sumergió en el mundo que de niño tanto amaba. Recordé aquellas tardes cuando subía la escalera de metal, llegaba al techo de la casa y me sentaba a mirar el par de volcanes que reinan el cielo. Podía pasar las horas así: mirándolos, pensando en qué pasaría cuando explotaran o si un día los habría de visitar.

 

Uno de tantos días, mi hermano y yo disputábamos el partido del siglo con el temor de no romper las plantas de nuestra abuelita o de mamá. En otras ocasiones, junto con mis primos, corríamos en busca del mejor escondite, mientras el conteo de las escondidillas llegaba a su fin.

 

Mientras caminaba por aquel pasillo de color gris, perdí los ojos en la carretilla que años antes fue la acompañante laboral de mi abuelo. El ritual era el siguiente: el noticiero de las cinco de la mañana, en la radio, lo despertaba, se calzaba las botas negras, el suéter desgastado y cada vez más deshilachado, y salía al patio por su costal, las tijeras, el machete, la escoba y la máquina para cortar el pasto; todo ese kit lo montaba en su armatoste azul.

 

El recuerdo se acabó al levantar la cortina de la ahora casa de mis abuelos. Cuando vivíamos ahí, hace como 10 años, en ese cuarto, de unos 6×6 metros, teníamos dos camas, un buró enorme y un ropero que servía, a la vez, para sostener el televisor, el vhs y la radio. Era como un huevito, un lugar pequeño, pero cómodo. Hoy lo extraño.

 

Tras el saludo de mi abuelita, nos perdimos en recuerdos de mi infancia. Por momentos, una lágrima salía de mis ojos. No sé si fue mi imaginación o tenía el cuerpo bañado por la sensibilidad, pero sentí cómo una parte se desprendía de mí: la vi correr, subiendo, otra vez, la escalera, después bajaba y pateaba la pelota hasta que la llamada a comer de mamá, la dirigía a la cocina, ese sitio donde ahora revivía mi niñez.

 

Miré el reloj, la hora de partir había llegado; sí, otra vez, partir, porque parece que estamos destinados a partir de los sitios o de las personas que amamos. ¿Pero es necesario? ¿acaso no podemos volver y construir nuevas historias? Anhelé mi pasado, los tiempos difíciles que se volvieron los mejores, en esa casa, en tantos sitios y con personas que sé, son más especiales de mi vida.

 

Entonces, rememoré. El día que partimos, pasamos la mañana recogiendo nuestras cosas y llevándolas al camión que habría de enviarlas a la casa que a papá le habían dado una en la nueva zona habitacional. No estábamos encantados, pero sabíamos que debíamos hacerlo. El lugar que dejaríamos sería ocupado por mis abuelos y mis tíos se instalarían en el otro sitio.

 

En ese momento, sentí que una etapa de mi vida llegaba a su fin, no volvería a ser el mismo. Una especie de nube cubrió mis ojos y generó lluvia en ellos. La vida que llevaba cambiaría de manera radical; no volvería a ver a mis abuelos antes de ir a la escuela, ni escucharía el “ya vamos a comer” o “vamos a desayunar” de mi abuelo.

 

Tampoco habría más tardes subiendo las escaleras para mirar el volcán o el cerro con forma de elefante. Por las noches, papá ya no tocaría la campana que anunciaba su llegada, ni mamá llenaría el patio con la ropa que había lavado.

 

Todo había terminado y entonces supe lo que era la nostalgia: esa presión en el pecho que se convierte en nudo en la garganta, en miradas perdidas sobre el horizonte y el deseo de regresar el tiempo, la esperanza de revivir y reencontrar a las personas que uno más amó en los lugares donde realmente vivió.

 

Un año después, mi abuelo nos confesaría que, ese día, pensó pegarle a mi papá por dejarlos. Yo pensé en llorar porque extrañaba esa pequeña casa de paredes blancas y pesada oscuridad; aquella donde la familia se reunía para las fiestas y al final quedábamos los de siempre: mis padres, hermanos y abuelos.

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