Cruzo el Eje central, acabo de comprar un trozo de pastel en el Pasaje américa con lo último que me quedaba de la quincena. Sí, es un acto un poco estúpido: comprar una rebanada de pastel de setenta pesos cuando estás por quedarte sin dinero y las tripas rugen un poco, pero decía mi abuelo que gastar el dinero en comida en realidad no es un gasto.
“Señorita, señorita”, escucho, pero lo ignoro. ¿Cuántas señoritas pueden caber en esas hordas que cruzan de Madero a Juárez en fin de semana? “Señorita, señorita” de nuevo, pero ahora me dan tirones del suéter. Volteo y encuentro a una mujer de menor estatura que yo, lo cual ya es mucho decir, casi anciana, aunque no desvalida ni desnutrida.
—¿Me regala su pan?
“¿Quéeee?”, es lo único que puedo pensar.
—No —le respondo sin pensarlo.
—Gracias —me dice, mientras resbala por su mejilla una lágrima demasiado ensayada para mi gusto.
Mi acompañante le da unas monedas. Lejos de sentirme conmovida, me siento enfadada. En esta ciudad no se puede salir al parque, a comer o a caminar sin enfrentar un episodio de estos, y es quizá esta misma ciudad la que nos ha arrebatado esa sensación de dolor ante la desgracia ajena, pues hay tantas mafias, tanta gente que rehúye a las responsabilidades de vivir en un asilo o simplemente se niegan a trabajar, y aun teniendo casas propias en colonias como Lindavista, deciden que es mejor salir a vivir de los demás.
Nunca sabré si aquella mujer en verdad necesitaba ese trozo de pan más que yo y quizá sólo sufrió las consecuencias de un momento de mi ira combinada con hambre, lo cierto es que si me quiero reivindicar, no será muy complicado, bastará con salir a alguna avenida medianamente transitada y esperar.
No, no es obra de Bretón, es la Ciudad de México.