Tengo muchos recuerdos de mi infancia, de hecho puedo presumir que tuve una niñez bastante feliz. La escuela, las tardes en la deportiva y las noches de nintendo con los amigos de la primaria y secundaria forman parte del día a día de aquellos años mozos.
Así como puedo hacer alarde de mi feliz infancia, también puedo contar con mucho orgullo que nunca tuve problemas en la escuela, ni con ninguna persona: siempre he sido muy tranquilo, me gusta divertirme con cosas sanas. El deporte fue parte de los recuerdos de mi infancia, pero nunca significó mucho en mi vida de niño.
Es difícil escoger un solo momento que me haya marcado, sin embargo, siempre que me preguntan escojo el mismo, y lo cuento como si fuera la primera vez que lo viví.
Fue una tarde muy calurosa de octubre de 2005, en Ciudad Juárez, mi ciudad natal. Allá el clima es bastante extraño y el mes de octubre nos ofrece algunos días que parecen espejismos, como el que estoy a punto de relatar.
El fútbol apenas comenzaba a gustarme. A la ciudad se anunciaba con bombo y platillo la llegada de un equipo nuevo que competiría en la Primera División A (segunda categoría del fútbol profesional en México de aquel entonces). El club prometía trofeos para una ciudad ávida de triunfos y tenía como nombre Indios de Ciudad Juárez, equipo que años después se convertiría en mi amor de todos los sábados por la tarde que asistía al estadio.
Indios debutó en Ciudad Juárez, tras jugar medio torneo en Pachuca por cuestiones de remodelación del Estadio Olímpico Benito Juárez, la casa del club chihuahuense.
El partido tuvo mucha publicidad desde dos semanas antes que se diera el silbatazo inicial. El cotejo estaba programado para las 5 de la tarde y desde muy temprano la gente se hizo presente en el graderío; eran las 3 y el inmueble ya estaba casi lleno.
Jamás había asistido a un estadio de fútbol, mucho menos vivido, en carne propia, la pasión desde una grada como aficionado, apoyando a un equipo de jugadores profesionales; sólo había vivido esto por televisión. Tenía 11 años y mi papá fue el acompañante perfecto para este importante evento.
El nuevo equipo de la localidad enfrentaba al Cruz Azul Oaxaca. En el Olímpico conocí cuál era el sabor de un sábado futbolero, también supe cómo eran los cánticos de una porra y celebré el primer gol de Indios en el mítico Benito Juárez, a cargo de Edwin Santibañez, el ídolo fronterizo.
Sin duda, ésa fue una de las experiencias más bonitas de mi vida, porque conocí lo que con el paso del tiempo sería una de mis mayores pasiones: el fútbol.