El viernes recibí un mensaje al teléfono, era un viejo amigo de la infancia que fue protagonista de esos cuentos fantásticos, que me inventaba, allá cuando descubrí que eso que está “ahí abajo” y lo que está por encima de los hombros, cuando forman equipo, hacen unas “chambas” maravillosas, pero nadie te platica de ello… ¡Cuánto egoísmo!
—¡Hola, niña! ¿Cómo andas?
“¿Niña?” tanto como niña, pues no, sobre todo considerando que en algunos días llegaré al medio siglo, pero se agradece el absurdo de que alguien te mire con bastantes (abismales) años menos.
Sonreí al leer el mensaje y a pesar de ser sólo un saludo, recordé que desde hace más de seis meses (antes de que un virus exótico y bastante cabrón nos confinara a vivir sin más contacto con nuestros congéneres), yo no había tenido un buen revolcón.
Dudé en responder, pero ese “niña” se me antojó tan atractivamente mentiroso, que elegí enredarme en la pegostiosidad del autoengaño y responder con un tímido pero cachondo “hola”.
—¿Qué haces, guapa?
“Guapa”, me encanta eso de guapa, sobre todo cuando observo que el tiempo no tiene palabra cuando de flacidez y arrugas se trata. ¡Tiempo culero! Pero ese al que en mi juventud le dedicaba mis ratitos secretos de placer, me estaba llamando guapa; y por mí, ¡que vivan las mentiras!
—¿Qué hago? Horneo un pastel…
¡Qué barbaridad! ¡Qué aburrida soy!
—¿Tienes plan para hoy?
—No precisamente (a mí me enseñaron que una “niña bien”, debe hacerse la interesante y ocultar tantito un: “ya sé que quieres lo mismo que yo”).
—¿Te late un fondue y vinito en mi depa?
Este cabrón es directo y eso me gusta, nada de vueltas ni de hacernos pendejos. A los cincuenta ya no hay chance de estar jugándole a despistar al objetivo. Invertí no más de ocho nanosegundos para responder un desenfadado: “me late”.
Yo creo que ocho nanosegundos es un tiempo prudente para haberme hecho “la difícil”, así que corrí a lavarme la cara y lo que se pudiera salvar, ya que después de tres días sin bañar, no había tiempo que perder y muchos humores que disimular, pues pasaría por mí en menos de veinte minutos y yo iba dispuesta a disfrutar de la promesa de una cena que se antojaba romántica por lo menos y de lo que cayera por demás a manera de ganancia.
Me compuse lo más que pude y siendo honesta, los tres días sin bañar y los casi cincuenta, ni se notaban. Yo me sentía sensacional y hasta practiqué frente al espejo algunas de esas poses y caritas ridículas que hacen las jovencitas. “Todavía aguanto, ¡cómo chingados no!” me dije.
Estacionó su Audi afuera de mi casa y como el cincuentón que también es, no envió mensaje, sino que se tomó la molestia de bajarse del coche y llamar a la puerta. ¡Estos caballeros que vienen de los ochenta y que ya no hay! ¡Qué pinche maravilla!
Me asomé por la ventana y le dije: “dame cinco” (el manual indica no vernos tan urgidas y hacerlos esperar por lo menos unos diez nanosegundos y no salir en chinga), así que, estando completamente lista, me senté en la cama viendo el reloj, haciendo una malvada maniobra con los minutos para “darme a desear”.
Ciento veinte segundos después (dos minutos, para quienes se les dificulten las cuentas), decidí abrir la puerta para encontrarnos. Se veía tan guapo, como si no hubieran pasado treinta y cinco años, desde que lo veía pasar bien despacio en su vocho azul. Olía a loción “Mont Blanc” y yo rogaba que mi olor no delatara los tres días sin bañar y que el cuarto de frasco de “Victoria’s Secret Eau de parfum” que me rocié con fruición, estuviera haciendo lo que le correspondía.
—¡Qué bonita sigues y cómo quisiera darte un abrazo!, pero pandemia, ¿verdad?
—Sí, pandemia, así que saludito “de codo” —dije mientras sonreía.
Me abrió la puerta del coche y hasta me detuvo del brazo, ¿tan jodida me veo? No, claro que no, es uno de esos caballeros de los ochenta, ¡bendita década ochentera!
Después de su divorcio hace siete años, regresó a nuestros conocidos rumbos de donde yo no me he movido, así que, en menos de dos minutos, nos estacionamos frente a un edificio de tres pisos.
Después de mis dos matrimonios fallidos y varias relaciones, me acostumbré a que la maniobra de bajarme del coche podía hacerla yo sola, pero él me indicó que lo esperara y me abriría la portezuela. ¡Caray! Me parece que hace más de veinte años nadie me ha ayudado a descender de un auto, y aunque es algo que logré dominar, me excita delegar en alguien más el enorme esfuerzo de bajarme de un vehículo.
Abrió un portón, ingresamos a un patio lleno de plantas y ascendimos al tercer y último piso del edificio. En la entrada del depa, había algo que en esta pandemia enamora a cualquiera, tapetes desinfectantes, alcohol y toallitas mata-bicho. Así que ya bien desinfectados, entramos al depa donde una mesita muy bien puesta en la terraza me dio la bienvenida, y ahí junto, un telescopio, mientras que el cosmos estaba iluminado con una luna llena.
Terraza, fondue, vinito, un telescopio y luna llena, algo podría pasar, y yo quería que pasara, pues el escenario invitaba a ello y mi abstinencia mayor a dieciocho meses, lo exigía.
Se llama Carlos y es un excelente anfitrión, además de magnífico conversador. Entre bocado y bocado, me miraba y yo sabía que la abstinencia encontraría fin en cualquier momento.
—Ven, asómate aquí para que mires los detalles más íntimos de la luna.
Y al tiempo que veía esos cráteres lunares, sentí cómo su cuerpo formaba cráteres en el mío, su respiración surcándome el pelo, sus manos bien atadas a mis caderas, y sus dientes probando el sabor de mi cuello. No sé si habrá un lugar húmedo en el universo, pero “ahí abajo” había un océano de emociones. Me besó y correspondí, valiéndome un reverendo carajo el bicho que nos ha puesto a todos de cabeza.
Olvidamos la Luna y entre besos, jadeos y los toqueteos que aprendimos en treinta y cinco años con distintos personajes, nos fuimos a la cama. Rápido cayeron las ropas y apareció nuestra desnudez, las ansias de hacernos uno y las expectativas de ver quién era quién en esa lucha que sólo los colchones conocen y que si tuvieran voz, contarían en alguna plática ciertamente morbosa. Lo sentí sobre mí, su cuerpo es viril sin duda se miraba ansioso de mí y yo lo estaba de él, y cuando esperaba una buena embestida, sentí todo menos eso…
Treinta y cinco años de expectativas se desmoronaban en los mismos ocho nanosegundos que invertí en apostarle a la noche de mi vida y eso no es poco. Un ratón hubiera hecho un mejor trabajo sobre mi excitado cuerpo, que aquel hombre guapo y viril que tantos años imaginé encima, debajo, de lado, dentro y por todos lados de mí…
Han pasado muchos años desde que probé el sexo, y sin resultar presuntuosa para los que se precian de monógamos, ni puta para los que se fingen santurrones, he probado de todo y jamás algo tan decepcionante. Sentirlo dentro y que me asaltaran pensamientos de “cógetelo porque es lo que hay”, que me haya inaugurado en la creativa dinámica de cerrar los ojos, no para perderme en el Nirvana, sino para imaginarme con alguien más, con alguna expareja, con alguna otra fantasía, ¿con Bruce Willis? ¡Con Bruce Willis! ¡Terrible!
Me asusté y quise aterrizarme en el momento presente, pero era tan poco atractivo, que me inicié en esa aventura de estar con alguien contoneándome, mientras desfilaban veintinueve años de otros cuerpos, miradas, olores y gemidos… Y así, bajo la premisa de “es lo que hay”, terminé y él también.
Acabé exhausta, no de placer sino de pensar, de haber convertido uno de los actos más sublimes, en un mero trámite, exhausta de sentirme la mujer más hipócrita cuando me pidió que le permitiera cubrirme entre sus brazos, mientras me besaba y me daba las gracias. ¡Me sentí mierda! Pues mientras me cogía y no sé qué tanto gemía, yo pensaba no en uno o dos, sino en veintinueve años de tremendos revolcones, con otras caras, cuerpos, nombres y apellidos; y me vine, porque sí me vine, porque si no era ahora, no sé cuánto tiempo más me confinaría la pandemia o la vida misma, a no amar con esa pasión que te vuela los sesos y te calienta el sexo.
Continúa la luna llena y ha llegado otro mensaje… cerraré los ojos, pues es lo que hay.
*Este relato fue resultado del taller de narrativa impartido por la poeta y escritora Jazmín García
Te invitamos a leer: Número siete.