Buscó su mano con desesperación. Si esa era su última noche, no quería que la mala hora lo agarrara lejos de esa palma de dedos largos y finos.
Ahora que lo piensa, nunca le dijo que una de las cosas que más ama de ella son sus manos. Siempre han sido elegantes y de una presencia que da calma, que son rosadas en la palma y que no pierden su condición de inolvidables, pese al paso del tiempo
¿Qué será de ella si él ya no está ahí para verla, para platicarle, para pedirle cosas, para decirle “mi viejita”, “mi señora”, “mi Melda”?
Quizá solo se da más importancia de la que ya tiene. Porque su mente le recuerda que sus piernas ya flaquean, que ya no tiene la fuerza de otros tiempos para caminar durante horas, para cargar las bolsas o para guiar a su compañera de vida.
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Ahora solo puede andar acompañado de su bastón o del brazo de alguno de sus hijos. Antes él les cargaba o les llevaba de la mano para que no se cayeran, ahora son ellos quienes le tienden el brazo para que dé unos pasos, del sillón al lavabo, de su cama al baño, de la sala al patio.
Quizá por eso quiere que si la mala hora le llega, sea acompañado de la mano de ella. Quizá sienta menos feo el instante en que todo se vuelva oscuro, que el mundo se detenga y cierre los ojos para dar paso a eso que llaman el sueño eterno.
La muerte. Otra vez piensa en ella. Se pregunta en cómo será. Si es una sacudida violenta o si solo se pausa todo y ya.
Quisiera que su abuelo o su suegro estuvieran ahí. Así les preguntaría qué se siente morir, les pediría que estuvieran ahí cuando el momento llegara.
Pero no están. Solo viene a su mente el padre ausente para pedirle que cuide a sus hermanas, que les dé dinero, como si él lo hubiera procurado en su infancia, como si lo hubiera acompañado en las noches de duda, de golpizas, de incertidumbre por no tener qué comer o dónde dormir.
Siente enojo. Pero la furia se diluye cuando la voz de Melda entra por sus oídos y le recuerda que ya dejó unas monedas y billetes sobre la mesa, que su papá va a venir por ellas y se la va a llevar a sus hermanas.
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Y entonces, la calma.
¿Qué haría sin su viejita?, se pregunta. Sin el paracaídas que evitó que él hubiera muerto hace años en las ramas del alcohol, que Melda lo hizo responsable y que lo arraigó a una tierra que ahora quiere, porque ahí tiene su casa y ahí lo van a ver sus hijos, y ahí conoció a sus nietos, y ahí vive sus últimos días.
¿Cuántas veces no lo ha salvado y evitado que caiga a ese pozo sin fondo llamado abandono, o soledad, o tristeza, o duda, o miedo, o muerte?
¿Qué hará sin su viejita? Quizá por eso busca su mano, con el deseo de que, como tantas otras veces, lo vuelva a salvar.