Por: Javier Gallardo Peralta
No tiene cabellos de serpiente ni colmillos de jabalí. Sus manos son del mismo color que el resto de los mortales. Tampoco puede volar, como lo hiciera la hermana de Esteno y Euríale. Es un ser mitológico de carne y hueso. Igual que la medusa griega, ella aprovecha la luz de sus ojos, negros y brillantes, para petrificar a aquellos que la miran de frente.
Hoy está triste. Su risa estruendosa y aguda se convirtió en susurros apenas palpables. Ya no golpea a las personas que tiene a su lado cada que hay bromas. Prefiere ir a su casa y dormir. El sueño se ha convertido en su aliado más preciado. La música la acompaña al ritmo de guitarras, baterías y sintetizadores. Perseo le cortó la cabeza.
Hasta hace unos días, Medusa aprovechaba su belleza para burlarse del amor. Primero detectaba a la víctima; después, paso a paso se acercaba al susodicho y, sin que éste se diera cuenta, ella lo miraba fijamente… Entonces ocurría el esperado final: el hombre no podía más que quedar atónito ante los haces de luz creados por los ojos de la cazadora.
Medusa prefiere la ropa en colores oscuros y tenis claros. Como parte de su ritual, una Coca Cola se posa la mayoría del tiempo en sus manos. En la bolsa que carga al hombro hay un tubo de plumas de colores, cuadernos, un labial y dulces “Pecositas”: cosas elementales, cerebro complejo.
Odia el amor. Ya lo aborrecía antes. Todavía recuerda el sabor de la victoria cuando logró su primera misión. Aquel muchacho indeciso y nervioso se vio reducido ante el rostro apiñonado, labios rojos y cabello negro de la mujer.
Con su sonrisa lo atrapó, en una especie de hipnosis sin retroceso.
A Medusa no le importa expresarse de manera vulgar y directa. De esa misma forma escribe sus cuentos y anécdotas. Encuentra en el lenguaje más libre su mejor forma de comunicarse. Prefiere ver Dragon Ball, que películas románticas; prefiere dejar a un lado las cursilerías y mostrar su lado más espinoso.
Después del primer sabor de la victoria, no pudo detenerse. Los chicos se convirtieron en el juguete más preciado cuando había que salir de la cotidianidad. Pensó que siempre sería la medusa de los ojos petrificantes, hasta que conoció al hombre que le cortó la cabeza.
Perseo era un joven apuesto, inteligente y sensato. Descubrió el juego de Medusa sin que ella lo supiera. Él también era un conquistador al acecho; sabía las tácticas de lucha. Ese día, la mujer de ojos negros no se imaginó que terminaría con lágrimas sobre las mejillas. La flechó, la enredó en el juego y se alejó. Nadie, jamás, le había hecho eso. Impensable.
Lo buscó, como nunca había hecho. Él le aceptó una salida. Entonces, ella pensó que ya lo tenía en sus manos. Se equivocó. Volvió a flecharla, enredarla en el juego… y se alejó. Medusa pensó que su encanto había terminado, que nunca volvería a atrapar a nadie con su mirada, que estaría destinada a la soledad.
Hoy está triste. La cama es el lugar donde quiere pasar el tiempo. La fuerza de su personalidad se convirtió en un frágil objeto de barro. Su risa ya no se escucha a metros de distancia, sólo mueve los labios hacia los lados hasta que en sus mejillas se dibujan pequeños agujeros.
Perseo jugó con ella. Ella comenzó a imaginarse la vida junto a él. Con su inteligencia, él entró hasta la mente de Medusa, la llenó de frases poéticas, le hizo entender el valor de los obsequios, la hizo sentir la más bella de entre todas… y luego, cuando sus ojos dejaron de brillar y no podrían petrificar más, se fue. La dejó. Sin cabeza.