Por Jazmin Alejandra Luna Orrante
Los nietos de doña Tencha, los de don Emeterio y los de doña Chente, siempre fuimos los mejores amigos, los mejores cómplices y la mejor pandilla. La calle empedrada de la Quinta siempre fue nuestra cancha de juego, nuestro punto de reunión. Vacaciones, días festivos o simplemente un fin de semana, bastaban para encontrarnos ahí, buscar unos ladrillos, unas piedras grandes y sacar un balón.
La hora perfecta era cuando el Sol comenzaba a ocultarse, en ese momento todos salíamos de casa y nos disponíamos a jugar. Los más grandes formaban los equipos y ponían las reglas del juego; los más chiquitos eran de ‘chocolate’, el que lloraba se salía del juego y el victorioso, salvaba a todo su equipo.
Un, dos, tres por mí y por todos mis amigos, escuchó cientos de veces la puerta blanca de la casa de la abuela, esa puerta que con un gran estruendo revelaba que alguien había salido bien librado. Podíamos pasar largas horas haciéndola retumbar y mirando cómo se ensuciaba, víctima de nuestros juegos.
Escondernos debajo de los autos no nos causaba conflicto, aunque la verdadera dificultad era la de nuestras madres cuando intentaban limpiar nuestras ropas, ya que nunca regresábamos limpios después de estar en la Quinta, pues la tierra, el polvo y las hojas por doquier, hacían nuestros juegos aún más divertidos. Ventanas, autos y uno que otro descalabrado, fueron víctimas de los juegos de la pandilla.
No hubo momento en que se escuchara, “estoy cansado” o “ya no quiero jugar”, todos éramos como superhéroes que no se cansaban, no lloraban y siempre estaban dispuestos a “rifársela por el equipo”, aunque eso involucrara revolcarse en el suelo, golpearse con piedras o rasparse las manos y rodillas con el suelo áspero.
El abuelo José, don Emeterio y don Toño, siempre fueron la mejor porra, los mejores cuidadores de secretos y los más traicioneros reveladores de escondites.
Siempre sentados en sus sillas de madera, frente a la puerta de sus casas, cumplían la labor de cuidarnos, claro, si el sueño se los permitía y no se quedaban dormidos en pleno partido de futbéis o a la mitad del torneo de escondidillas. Aunque no era realmente necesario su cuidado, pues con el grito de “carro”, sabíamos que debíamos correr a la banqueta y resguardarnos.
Nunca escucharemos peor grito que el de las abuelas con su frase “vengan a cenar”, pues eso implicaba entrar a casa, cenar y esperar a que un nuevo día llegara para salir a jugar.
No encuentro mejores momentos que no haya pasado en la Quinta. Cuando estábamos ahí, no queríamos que la tarde terminara, no nos importaba el calor que hacía en las tardes de verano o el frío en las tardes de invierno. El clima era siempre perfecto.
Éramos parte de una familia, una familia que no se olvidará, que llevaremos en el pensamiento y la cual recordamos las vacaciones, los días festivos o fines de semana que regresamos a la calle Quinta.