El árbol había resistido la sequía,
el casi eterno vendaval
y aquella plaga
que lo despojó de toda grandeza.
Pese a ello y con obstinación de roble
permaneció en pie.
Vivió como un barco encallado,
una casa de juegos
para la niña que fui.
Quizá por ello mi madre
-en contra de su obsesión
por llenar el patio sólo de árboles
majestuosos, fuertes y sanos-
le concedió más vida.
Por meses creí
que ella premiaría la perseverancia
del ciruelo,
su voluntad para seguir anclado
a este mundo.
Pero me equivocaba,
la prórroga llegó a su fin:
A veces la voluntad no es suficiente,
la escuché decir,
mientras el árbol era derribado.
Nadie supo en casa
por qué no protesté, ni pude llorar
como tampoco supieron
que por años odié al ciruelo,
lo desprecié
por no haber resistido
la mano de mi madre,
por ser árbol
y no quedarse.