Hace apenas unos segundos eran un mismo cuerpo y no dos, rodando entre las sábanas blancas, pendientes de no caer al frío piso.
Él se levanta, necesita un cigarro, puede que dos. Trae consigo una vieja radio que cobra vida.
La música inunda la habitación del suelo hasta el techo y viceversa. No hay donde respirar, deben bailar o corren el riesgo de ahogarse.
Ella se levanta, se engrapa a su piel desnuda.
Él enciende su cigarro a la par que las chispas le hacen bailar los pies. Giran, envolviéndose a cada vuelta en una cortina de humo.
Sabemos que siguen ahí por que sus corazones laten al ritmo de la música, porque sus pies escriben un poema en clave morse,
porque sus risas nos cuentan la leyenda extraviada del amor.
La nicotina ha superado a la música. La vieja radio tose y se apaga. Un cigarro cae al suelo sin signos vitales.
El humo escapa por el túnel que hay en la cerradura.
El cuarto es de nueva cuenta visible, pero ha enmudecido. Los amantes se han esfumado.
Las dos sombras se despegan de la pared y se recuestan en la cama. Apagan la luz. Se besan, con la esperanza de volver a ser carne y hueso.
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