La primera vez que lo vi fue en medio de la obscuridad, caminando y cortando con su cuchillo de obsidiana la maleza que se le atravesaba y no lo dejaba avanzar. Era de noche y a pesar de que estaba perdida, y caminaba sin rumbo fijo, me sentí tranquila cuando levantó la mirada y se encontró conmigo. Recorrimos el monte juntos por varias semanas, en las que me contó sus historias de guerra y me mostró algunas de las heridas que éstas le habían dejado.
Tenía el pecho moreno y cálido, al más mínimo contacto te quemaba. El fuego que habitaba en su interior traspasaba su piel, la tela de sus ropas, era lo suficientemente fuerte para que sintieras que también te consumía a ti, su piel siempre estuvo impregnada de un tenue olor a copal. Cuando se recostó sobre mis piernas, cansado por la travesía, pude recorrer su espalda con la punta de mis dedos, pude sentir los surcos de las tierras donde con su calor, él había ayudado a sembrar maíz.
Al costado derecho de su espalda, tenía la marca que lo definía como un guerrero de Tonatiuh, un guerrero del Sol. A pesar de estar cubierto de cicatrices de guerra, su piel morena se sentía suave. Se curaba como los árboles, cada que era herido, con sus manos creaba un ungüento amarillo con el que cerraba sus heridas, cuando éste se secaba, se convertía en pequeñas piedritas amarillas y transparentes que resbalaban por su piel hasta llegar a la tierra. Tuve la fortuna de poder atrapar una con mis manos, con la esperanza de que también me ayudara a cicatrizar las mías.
Su alma, alma vieja que olía a flores secas de buganvilla y hojas de higo, tenía el mismo poder sanador que sus manos, te brindaba paz y tranquilidad, cerraba las heridas internas.
En nuestro viaje compartido a través del monte, un conejo que en la espalda cargaba un guaje con aguamiel, se nos atravesó, haciéndonos caer sobre espinas de maguey que nos dejaron cicatrices en el pecho y en los tobillos. Al contrario de las de guerra, decidimos dejar que se cerraran sin ninguna ayuda, dejaron de ser cicatrices, para convertirse en marcas del camino recorrido juntos.
Cuando se dio cuenta de que debía detenerse y cambiar de dirección, arrancó hojas y flores color lila y rosa, metió las manos en su morral y sacó un puñado de piedritas de distintos colores, además de un par de caracoles que se le colaron entre los dedos, arrancó la hoja de higo más grande que encontró, y envolvió las flores y las piedras con ella, desprendió algunos lazos de su morral, y amarró con fuerza la hoja. La colocó en mis manos y partió hacia el Este, prometiendo volver cada que el sol estuviera en su punto más alto.