Por Luis Budar
Perorata, según el Diccionario de la RAE: Discurso o razonamiento, generalmente pesado y sin sustancia.
Pues sí, pero no. Perorata, de Luis Felipe Lomelí, es pesada, pero sustanciosa, llena de signos y significados. Obra de lectura múltiple y diversa, como múltiples y diversos son los relatos de esta muerte nuestra de todos los días, que lo que en esas páginas pesa son los muertos, cada muerto, todos juntos.
Han pasado varios días desde que ese libro terminó conmigo (que hubiera querido yo lo contrario: terminar con él, llegar al final, pronto, ya). Sigo atónito ante la oscuridad del abismo que Luis Felipe nos pone enfrente.
Sólo preguntas asoman, tímidas… ¿Qué tiempo tarda un niño en cruzar la calle, una bala en resquebrajar los sueños, un cuerpo en hacerse polvo y olvido…? ¿Qué tiempo tardaremos en volver del miedo, salir de dónde quiera que estemos y mirar de frente esta violencia y perseguirla, acorralarla, someterla y desterrarla…? ¿O ya no tenemos tiempo, carajo, que ya se nos agotó…?
De algo estoy seguro: este libro es necesario. A la magnitud del desastre y del horror, corresponde una voz que, con el autor, se levanta y nos levanta a todos, nuestros muertos incluidos. Una voz de dolor, que trasciende su propio dolor, ese dolor sordo de “tener que escribirlo”, por aquello de que nadie más lo hará, no desde ese ángulo, no desde esa historia. Y eso siempre será de agradecerse: agradecer al testigo que a hablar se atreve. Un testigo que habla, un hablador pues, que algo de este tiempo recuerde.
A su modo, en un orden que no se comprende, pero se advierte, cada cuento ocupa su sitio, con sus propias palabras, buscando su tono único, reclamando el raro privilegio de haberlo visto todo, o casi todo. Y así transcurren, como no queriendo, como nubes involuntarias de un cielo imposible, por impávido. Los hay, los cuentos, digamos fáciles: ágiles, de movimientos rápidos, que la muerte acecha. Pero hay otros que transcurren como en cámara lenta, sorprendentemente suspendidos en algo que parece niebla o humo, atorados los pies de barro en pleno lodazal de sangre, espesos, sórdidos. Y todos duelen, duelen mucho. Duelen todos y cada uno de los hombres y mujeres, ancianos y niños que en los cuentos aparecen. Fantasmas vivos, muertos vivientes.
Me advirtió Luis Felipe sobre el cuento inicial, Arandas, su densidad. No sé si debió hacerlo y me explico: casi me dió alegría, un claro alivio, que se resolviera, de lo pronto que llegó su resolución. Y ahora que esto escribo, veo que no me explico de ningún modo, que ni siquiera yo lo entiendo, de dónde ese alivio vino. Aunque quizá de eso se trate: de querer aliviarse, de abrir los ojos y aún así querer aliviarse, de saber todo sobre esta guerra y este horror, y querer (y creer) en el alivio.
No diré más de los otros muchos cuentos de este libro. Tan sólo que Jefe de jefes es oportuno, su lugar el justo. A media lectura del horror, que no se olvide nadie de dónde proviene la sentencia y los verdugos: el poder unido de narcos y políticos, serpiente que se devora a sí misma, estrangulándonos a todos, mucho veneno derramado mediante. Porque, eso sí, además de necesario, Perorata es un libro democrático, que a todos nos toca, pues todos habitamos la violencia.
No sé crea, sin embargo, que estos cuentos adolecen del morbo o acuden a él. Nada hay en ellos de esa repetición insana, enferma de las imágenes nauseabundas de los medios y su discurso. No. Cada relato se acerca a los seres humanos detrás de cada foto, de cada vídeo, de cada nota, de cada.encabezado. Eso: Luis Felipe alcanza la humanidad en medio de los restos y nos la devuelve.
Casi podría decir (sin asomo alguno de broma), algo así como una oración, un mantra: que no me alcance la violencia (ni a mí, ni a los míos, ni a los suyos de los míos), pero si así no fuera, que por favor Luis Felipe Lomelí cuente mi historia, para no morir tan absurda ni inútilmente.