Hablar de posmodernidad puede ser tan ambiguo, que resulta complicado compilar de manera tajante un vaciado conceptual que se articule en común acuerdo respecto a sus interpretaciones. Término asociado comúnmente a lo heterogéneo y a la dislocación de las ideas unitarias del pensamiento, la posmodernidad cobija procesos tan complejos como la interculturalidad y las políticas que en ella operan.
En su vertiente política, la posmodernidad es de suma importancia para entender la forma en la que la interculturalidad se entreteje dentro de las sociedades contemporáneas. Las nuevas formas de acción colectiva, de construcciones identitarias y de relaciones de poder inscritas en diversos campos, son todos temas que han desatado debates de diverso tipo en las últimas décadas. Si bien se considera que existen logros tangibles del impacto del pensamiento posmoderno en términos de inclusión social, es necesario señalar también los riesgos que cualquier plano epocal nos pone enfrente, sobre todo cuando se trata de apuntalar las luchas que la humanidad tiene todavía como desafío.
Comprendido el mundo durante muchos siglos como una configuración de procesos conjugados racionalmente, la posmodernidad irrumpe como movimiento capaz de enmarcar a una nueva serie de voces y clarificando un escenario plurivalente dentro del cual las hegemonías discursivas, en mayor medida provenientes de Europa comienzan a ver debilitada la fuerza que sus narrativas —consideradas “universales”— tenían hasta poco tiempo atrás. La descentralización del discurso, el rompimiento con la teleología positivista, el agotamiento de ciertos imperialismos por los procesos de descolonización y el acelerado avance de la telemática reconfiguró paulatinamente las relaciones de poder, antes tan claramente ubicadas en torno a la construcción histórica hecha por parte de Occidente.
Esta subordinación narrativa —característica de la modernidad— inscribía imposiciones que se caracterizaban como fundamentos capaces de hacer inteligible el mundo, aunque fuera al menos de manera paliativa. El rompimiento surgido de la posmodernidad hizo posible ubicar un territorio analítico donde la política se insertó vigorosamente: el lenguaje.
El lenguaje para autores como Benjamin Arditi (La política en los bordes del liberalismo: diferencia, populismo, revolución y emancipación) y Gianni Vattimo (Posmodenos: ¿una sociedad transparente?) es un campo de lucha donde se desarrollaron las guerras culturales e identitarias de la década de los ochenta. La política del significante como llama Arditi a esta nueva lucha inscrita en la palabra, refleja claramente las reconfiguraciones enunciativas que sufrió gran parte del conjunto de conceptos que se pretendía fueran entendidos como representantes de la totalidad. El nacimiento de expresiones como lo “políticamente correcto” así como de toda una serie de dialectos periféricos empezó a ser mecha corta en los debates respecto a las identidades específicas de grupos históricamente relegados a los bordes de las grandes narrativas occidentales. Fue entonces que dio inicio la configuración, dentro de los marcos conceptuales de la posmodernidad, de lo que vendría a ser llamado política de la identidad, misma que empezó por un lado, a desplazar la política al campo de la moral y, por el otro, permitió que se hicieran tangibles poco a poco los cambios sustanciales en el lenguaje y en las agendas nacionales e internacionales.
A pesar de que para muchos —incluyendo a Vattimo— esta serie de debates trajo consigo aspectos que podrían interpretarse como positivos, hay también perspectivas más cautelosas al respecto. Otras aproximaciones, incluyendo las de Arditi, buscan señalar los riesgos que un exceso en los particularismos puede traer consigo a entornos que buscan hacer más saludable la convivencia y el margen de tolerancia.
Sin embargo, dentro de los riesgos y a pesar de la perspectiva de celebración que se acuña en Vattimo, el italiano también ubica los riesgos de la posmodernidad en términos de lo que implica la libertad en un mundo de constante oscilación entre el sentido de pertenencia y extrañamiento. La añoranza por las certezas siempre será un riesgo capaz de ser aprovechado por grupos fundamentalistas tanto de corte político como religioso; el extrañamiento por su parte puede significar una amplia gama de vulnerabilidades. Es el constante transitar entre estas dos formas de comprensión, lo que permite que no se acentúen los excesos de la ausencia: el fundamento jamás se elimina, simplemente se supera o se sabe de su existencia aún cuando sigue habiendo acercamiento a él.
Por otra parte, el aumento de las especificidades deviene irremediablemente en la formación cada vez mayor de guetos culturales, raciales, étnicos, sociales y sexuales. Estos grupos empiezan a proyectar una serie de demandas con la capacidad de entrar en múltiple contradicción con los conceptos de autoridad y soberanía que existe todavía en la concepción del liberalismo que rige la mayor parte de los sistemas políticos del mundo. Las respuestas del sistema, muchas veces, tomando rutas que eviten polemizar y dilatar las tensiones, facilitan a través de discurso y de políticas públicas, que los espacios de identidad devengan en territorios de exclusión.
Las matrices centrales de coordinación y distribución del fundamento son suplantadas o superadas por una red de perspectivas e interpretaciones entremezcladas; la concepción del pronombre nosotros entra en una lógica distinta a la de la certeza binaria entre el “nosotros” y “ellos”; el nosotros en este nuevo pensamiento adquiere una ambivalencia llevada a dimensiones inclusivas y exclusivas, mismas que podemos ejemplificar con categorías más y menos permeables como lo son “ciudadano” en el caso de las primeras y “mujeres”, “indígenas” en el caso de las segundas. Entre estas dos concepciones, afirma Arditi, hay un componente de fluctuación que permite navegar entre ambos dominios.
Cuando esta fluctuación comienza a ser segregada o desvanecida es cuando el nosotros adquiere una dimensión exclusiva que en mayor medida conduce a ‘ribetes endogámicos’ y es ahí donde llegamos a un escenario poco alentador donde lo único que sucede es la inversión de los excesos: la totalidad del fundamento se suplanta por una periferia de micrototalidades que van construyendo un apartheid cultural. Aquí es donde aparece el ‘reverso de la diferencia’, término que utiliza Arditi para enunciar la circunstancia donde impera el esencialismo, el excesivo particularismo y los aspectos autorreferenciales; con ello se comienzan a gestar umbrales de victimización mucho más altos y los grupos comienzan a codificar cualquier crítica como una amenaza o afrenta directa a su identidad.
La actualidad presenta un panorama, tanto benéfico como riesgoso. A pesar de que es una tarea mayúscula el establecimiento de un criterio ético respecto a la construcción identitaria, es posible al menos enunciar las claras contradicciones y los históricamente probados problemas de lo grotesco y perjudicial que puede resultar que se motive la existencia de feudos endurecedores de las diferencias y las particularidades.
Es innegable que las narrativas unitarias no deben ya tener cabida en un entorno como el nuestro, pero pensar que el tránsito al polo opuesto es la respuesta puede ser igualmente riesgoso, pues pese a que existen tensiones en el campo de la filosofía respecto a las posibilidades emancipatorias que tiene la humanidad, la coincidencia que las une sigue convergiendo en la idea de comunidad. Desarrollar la tolerancia de los unos con los otros, sin romper con aquello de lo que no podemos separarnos como especie: nuestro ser común, es la batalla más importante que tenemos de cara al futuro.